viernes, abril 05, 2013

SOPONCIO Y PILATES

Después del parón de Semana Santa, he retomado hoy mi sesión semanal de acondicionamiento físico. Sí, amigos, con la idea de mantenerme un poco en forma ya hace dos meses que me apunté a unas clases en el polideportivo municipal de mi barrio. Nunca me ha gustado el término "gimnasia de mantenimiento". Suena a señoras gordas. Y en mi caso sería falso. No porque no sea una señora gorda, que tampoco, sino porque no es mantenimiento lo que yo necesito. Es rehabilitación.

Pero tampoco fue a rehabilitación a lo que me apunté, sino a aquello en su día tan snob y hoy tan democratizado que para conseguir una plaza casi había que pedir la vez: el Pilates. Y me encontré que las señoras que pensaba encontrar en mantenimiento estaban aquí, no tan gordas y no tan señoras, e incluso con alguna jovencita que ya ya, pero todo mujeres. Como en yoga. Como en pintura. Como en la tienda ecológica. Como en la orla de filología. Como en las clases de filología. ¿Os dais cuenta? ¡Sólo hago cosas de mujeres! ¡Soy una "mujer que" de esas de los grupos de facebook! Sólo que no soy una mujer y me hincha terriblemente las narices que se obvie en las instrucciones de la clase: "Ahora, todas tumbadas". ¡Eh, que estoy aquí! Claro que si digo algo, la profesora sería capaz de decir "todos y todas", "alumnos y alumnas", o "ciudadanos y ciudadanas", y entonces tendría que aparcar mi supuesta feminidad para levantarme y con toda mi mala leche darle un soplamocos bien dado con el título de filólogo enrollado (el título, no el filólogo).
 
Me cuestan muchísimo esfuerzo estas clases. A los veinte minutos ya estoy pidiendo la hora como el equipo modesto que a duras penas puede defender el empate a cero con un Real Madrid o un Barça. Físicamente, por más que me resista a admitirlo, estoy en ruinas. Pero peor es el aspecto emocional. Te describen los movimientos con términos raros de esos suyos: roll up, pies en flex... como si uno tuviera que saber a qué se refieren, o, al contrario, te lo explican despacito como si fueras un niño tonto. Lo peor son los diminutivos. Los bracitos estirados, sin doblar los coditos, las manitas bajo las axilas... Por el amor de Dios, ¡que somos adultos! Creo que la profesora capta mi hostilidad, porque no viene apenas nunca a llamarme la atención y a corregirme, por mal que lo haga.
 
Me siento contento con mi cuerpo, no crean que no. No pesa demasiado, no da mucha lata y casualmente coincide con los cánones esqueléticos del momento. Perdón, quise decir estéticos. Lo cierto es que ya no estoy tan en los huesos. Mi dieta de engorde que comenzara allá por el 2000 empieza a dar sus frutos. Ya no bajo de los 65 kilos, tengo un esbozo de curva de la felicidad y hay brotes de papitos en la cara. Por lo demás, mi alopecia ha consolidado su estrategia de asedio y tiene rodeado, cual pequeña aldea gala, a un despoblado tupé que hace lo que puede. Soy, pues, un gordo reprimido, un calvo camuflado. Media hora en cuclillas me dan agujetas para una semana, el cansancio de un partido de futbito me dura para un mes, y no puedo mantener las piernas estiradas en alto. Puedo pasar sin estos ejercicios, pero no puedo evitar darme cuenta de que, de un año para otro, me he convertido en un hombre de setenta y cinco años.
 
Pero no me rindo. Estoy estudiando otras posibilidades de existencia insumisas a la dictadura de la materia y el cuerpo. En mi primer viaje astral pienso asomarme a mi clase de pilates y hacerle una pedorreta a la profesora.

1 comentario:

lover dijo...

Recuerdo perfectamente tu dieta de engordamiento... con la que sólo engordábamos los demás, ofreciendo como ofrecías amablemente tus viandas al personal. Será por eso que tú no bajas de 65... y yo no consigo bajar de 90. ¡Y debemos de medir lo mismo!