miércoles, noviembre 11, 2015

A MÍ CHIQUITO ME COGÍA EL TELÉFONO. 3ª ENTREGA: EMILIO SE LEVANTÓ

Desde niño, he tenido mucha afición por el humor. Casi no sabía ni leer y ya buscaba en las páginas del ABC la tira cómica de Cándido que firmaba Mena. Cándido era un hombrecillo delgado y con tres pelos, de trazo muy sencillo, y sus historietas, como su propio nombre indica, eran de un humor tan blanco e ingenuo, tan infantil que resultaban casi poéticas. Ocasionalmente, encontraba alguna referencia que no era capaz de procesar y me rebelaba y protestaba: ¡No lo entiendo!, y me lo tenían que explicar. Pero ya no era lo mismo.
Me gustaba mucho también Mingote, Forges (¡cómo no!) a quien conocí en libro antes que en prensa… y también en persona. Recuerdo que en una evaluación de Pretecnología en que tuvimos que hacer un puzzle de madera, donde otros escogían motivos más realistas o cualquier dibujo sin más, yo cogí un chiste suyo, con su bocadillo y su texto.
Chistes escuché muchos, muy graciosos, de mi tío Juan Antonio, marido de mi tía Merche y hermano político (o cuñado carnal, como prefieran) de mi padre. Siendo así, un tío mío, encarnó un poco el papel de abuelo. Grande, calvo, con una gran barba blanca, ingenioso, con un tremendo acervo de anécdotas y chistes que contaba con su suave acento canario y se convertía siempre en el alma de las reuniones de adultos en las que trataba de quedarme callado sin hacerme notar. Su paciencia al leer mis tonterías de doce años me alentó para escribir.
Y mi gran descubrimiento, aquel a quien más llegué a admirar nunca, fue Jardiel, Jardiel Poncela, don Enrique, de quien mi madre tenía un pequeño librito en papel biblia, y encuadernado en piel, un “crisolín”, como los llamaba Aguilar, la firma editora. “Para leer mientras sube el ascensor”, se titulaba, y era un cúmulo de artículos breves, cuentos, máximas, de lectura poco exigente (podías leer sólo dos páginas, cinco o cincuenta según el tiempo que tuvieras), pero de escritura impecable y de una calidad humorística absolutamente aristocrática. Me llevó también mi madre por primera vez al teatro a ver una obra suya, Los habitantes de la casa deshabitada, en el teatro Infanta Isabel. Salió una colección de Obras completas que vendían en el Corte Inglés, de una sola vez o volumen por volumen, y los compré así, de uno en uno, cada vez que ahorraba un poco, con pagas no gastadas o dinero de cumpleaños, hasta que de los seis tomos me faltó sólo uno, el número 3 que misteriosamente nunca más encontré en ninguno de los centros, aunque siguieran quedando los otros cinco.
La tele también me dio de reír, que yo fui un niño de tele. De los chiripitifláuticos, los payasos, un globo, dos globos, tres globos, y cuántas cosas más. Me divertían, ya ves tú, los diálogos absurdos de Fofó y Miliki, y sus “Aventuras”, pequeñas historietas en que indefectiblemente, los payasos acababan haciéndole la pascua a un pobre señor calvo a quien llamaban señor Chinarro (y creo que era su apellido real), y como colofón final éste se ponía a perseguirlos en círculo alrededor de su mesa ad infinitum. Al cabo de los años, al equipo de  Gabi, Fofó, Miliki y Fofito, se incorporó un nuevo payaso, joven, alto, y mudo, que sólo se podía comunicar con un cencerro y al que llamaban Milikito. Supe después que eso de no dejarle hablar era una especie de prueba, de paso previo en el escalafón gremial de los payasos. O sea, una especie de castigo para el cómico, e indirectamente para los espectadores, porque yo francamente no le veía la gracia.
El mismo personaje, sin embargo, años después, despojado del maquillaje, el camisón rojo y la chistera en la cabeza, protagonizó un programa de sketchs que para mí fue mítico. Para un adolescente ávido de humor e ingenio, esto era un banquete. Nunca había visto nada igual: un gag detrás de otro, sin concesiones a presentaciones, entrevistas ni rollos parecidos. “Ni en vivo ni en directo” se llamaba. Su protagonista se convirtió en mi ídolo. Luego supe que los que fueron mis primeros jefes habían sido antes los guionistas de este programa. Ningún trabajo como la tele para ser a la vez trabajador y fan de tu programa o de tus compañeros.
Digo que fui fan, pero dentro de un orden, claro, que no pegaba fotos suyas en mis carpetas. Tampoco las pegué, claro, de Les Luthiers, cuando me descubrieron textos suyos por escrito, o grabados en una cinta que alguien me prestaba para escuchar en un radiocasette que me prestara otro.
Valga todo este preámbulo para que puedan ponerse en la piel de mis veintiún años cuando trabajaba en una empresa creativa que organizaba acciones de imagen corporativa, como edición de folletos, de calendarios, organización de eventos, etc. La hora de salida de los curritos era las siete de la tarde, pero como a esa hora nuestros jefes solían estar reunidos, la costumbre era tocar la puerta del despacho, asomar la cabeza y confirmar que nuestra presencia ya no era necesaria: “¿Necesitáis algo?”. Y si este era el santo, la seña era “No, gracias, podéis iros”, con la que ellos cumplían su parte del protocolo.
Era frecuente que les visitara alguna persona importante o un artista reconocido a quien quisieran embarcar en algún proyecto. Normalmente, podíamos saber que había venido alguien porque lo hubiéramos oído, pero los despachos de los jefes estaban a la entrada, con balcones al parque del Retiro, y desde donde yo estaba no se veía entrar a nadie. Por eso, me imponía más ver a estas presencias extrañas. Solían incomodarme, no digo que por su voluntad, pero yo me hacía la idea de estarles interrumpiendo, y al verles de espaldas o en escorzo, muchas veces sin mirarme y otras como estudiándome, pero siempre en silencio, sólo quería desaparecer y que me tragara la tierra. Mi deseo se cumplía seis pisos de ascensor y dos de escaleras mecánicas después, cuando tras apenas cinco minutos me veía ya en el andén de la estación de metro de Ibiza.
Una tarde los visitó Emilio. No sé si Rosa, la secretaria, nos lo adelantó o si fue una sorpresa absoluta. Igualmente lo fue mayúscula. Llamé, asomé la cabeza para pedir permiso para marcharme, y lo vi, sentado en una butaca pequeña, de espaldas a la puerta.
Muchas personas pueden asombrarse de la buena estrella de que disfrutan otras, unas pocas que parecen tocadas por la magia, pero las cosas no son casuales. Digo esto porque el comportamiento que vi en Emilio no lo había visto hasta entonces en ninguna otra visita, y aun hoy me parece sorprendente. Emilio, un artista razonablemente famoso, con un curriculum que incluía una nominación a los premios Emi de televisión, se volvió a mirar quién había entrado, vio a un subalterno con rango de becario o meritorio, pidiendo permiso tímidamente para poderse ir en tres segundos, y en lugar de dejar pasar el tiempo y retomar su charla, se incorporó de su asiento, se levantó y se acercó a mí, tendiéndome la mano, y se presentó.
Me quedé desarmado. No tuve, claro, los reflejos de presentarme yo por mi cuenta, de identificarme como admirador de su programa “Ni en vivo ni en directo”, ni de pedirle una foto ni un autógrafo (no he pedido ninguno en mi vida, salvo a Arévalo, por unas circunstancias que ya contaré). Pero ese gesto me dijo de él mucho más de lo que me haya dicho ningún programa que le haya visto presentar.
Esa fue una reunión previa al proyecto de “Saque Bola”, un concurso de chistes que realizamos para Canal Sur, en su parrilla de estreno en 1989, que presentó Emilio, y que se convirtió en el programa estrella y abanderado de la programación durante casi dos años. Pero eso es otra historia.

Ah, perdón, que igual no saben de quién les hablo, que no he dicho el apellido. Aragón, se llama Aragón.

lunes, noviembre 02, 2015

A MÍ CHIQUITO ME COGÍA EL TELÉFONO. CAP.2. DE CHIQUITO A CHICOTE

El germen de este libro nació, ya lo expliqué, en un momento en el año 2007 en que vi a mi compañero Juanjo Muñoz sorprenderse y admirarse de que conociera a Chiquito de la Calzada. Era una nueva constatación de que mi trabajo suscita asombro y curiosidad (¡La tele! Esos programas y series que vemos todos a diario y cuyos personajes nos parecen casi de la familia y al mismo tiempo tan lejanos e irreales. ¿Cómo será trabajar en la tele, conocer en la vida real a esos personajes?). Pero en este caso era algo más.

Entiendo la curiosidad de los espectadores, pero la de Juanjo me cogió por sorpresa. Era una curiosidad nueva, porque él no era ajeno a este mundo; era una persona del medio, que trabajaba dentro, que escribía para presentadores, y sin embargo se sentía igualmente ilusionado por haber reducido a dos sus grados de separación con don Gregorio.

El sentirme interesante fue halagador, aunque fuera por algo tan poco meritorio como haber coincidido con alguien, y la idea de publicar mi vida laboral y la relación de famosos que conozco quedó sembrada en lo profundo de mi inconsciente.

Otro empujoncito me dio Noelia Bodas, en La Tira, al sugerirme que podría impartir una clase en un máster de guión. “Si yo no sé nada”, objeté. Pero ella consideraba mi mera experiencia lo suficientemente interesante como para estar a la altura de muchas de las clases que recibió como alumna (No seré yo quien juzgue los planes de estudios de los cursos privados de postgrado). Así será, pensé yo, y no le di muchas más vueltas.

En posteriores intermedios entre trabajo y trabajo, la idea volvía a mi cabeza, con un título claro. Pero algo me refrenaba, y era un cierto tufillo a despedida, que quisiera si me lo permiten exorcizar. Señores de la tele: voy estando mayor… ¡pero no me he retirado!

En uno de mis últimos periodos de paro, conseguí un breve paréntesis laboral para preparar en Antena 3 la retransmisión de las Campanadas de Nochevieja para La Sexta (cosas de la fusión). Las habrían de presentar Sandra Sabatés y Alberto Chicote. Lamentablemente no conseguí hacer llegar a tiempo al departamento de promos mi idea de versionar el estribillo de la cabecera de la antigua serie de dibujos animados “Don Quijote de la Mancha”, cambiando los nombres de Quijote y Sancho por los de Chicote y Sandra, pero pueden componerlas ustedes en su cabeza a partir de este corte de youtube (del 00:18 al 00:30)



Me voy por las ramas. Este trabajo, notorio pero intrascendente (por su propia naturaleza, ni aunque hubiéramos tenido un 80% de share habríamos podido renovar), fue muy importante para este libro. Volvía a trabajar en Antena 3, la que durante tanto tiempo fue mi casa, para una producción propia. El trabajo en la tele te proporciona la experiencia de la secuencia circular del tiempo. Periódicamente, uno vuelve otra vez a un mismo punto. Pero no se trata de un círculo cerrado, sino de una espiral, como los surcos de un disco de vinilo, porque llegas al mismo punto, pero en un escalón distinto, más adentro o más afuera, quién lo sabe, pero con evidentes diferencias sobre la primera vez. O sobre la segunda o la tercera.

En esta vuelta a Antena 3, esperaba encontrar, como de costumbre, a un montón de amigos, pero me encontré el hotel del Resplandor. Pasillos vacíos, redacciones abandonadas, y por aquí y por allá pequeños reductos de trabajadores que se juntaban en un mismo lugar para no sentirse solos. Con una sensación mixta de asombro y desolación, día tras día, me fui reencontrando con los pocos amigos que aún quedaban allí, y recordamos viejos tiempos. Pero sobre todo fue con mi compañero Fernando del Moral, a cuyo lado trabajé. Fernando, el mítico guionista fijo de la televisión privada, estaba colaborando en un programa de zapping elaborando la parte histórica, y recordamos a compañeros y amigos, programas, anécdotas, modos de trabajo… ¡incluso los sueldos que se pagaban!

A la sensación de vuelta se añadía que no eran mis primeras campanadas, sino las segundas. Dieciocho años antes ya trabajé en otra retransmisión, la despedida del año 1994 y bienvenida de 1995, con Pepe Carrol, que en paz descanse, ¡y el propio Chiquito de la Calzada! Estuvimos cerca de dos horas ensayando los diez o quince minutos de la retransmisión, una y otra vez repitiendo los mismos chistes: el de la cosa que está tan mal que estamos friendo las sardinas con saliva; el de ve preparando las angulas-qué quieres, que me tire una hora pintándole los ojos a los fideos… Y yo riéndome a carcajadas a cada chiste, exactamente igual todas las veces, para tratar de arrancarle la risa al público de gala que habíamos traído, joven, elegante, de buen ver… pero sosito.

Esas campanadas las retransmitimos desde un estudio virtual, un prodigio tecnológico que recientemente había incorporado Antena 3 y que sólo usaba para las predicciones del tiempo, pero que, para la ocasión, había reproducido el interior de un café en altura en un edificio cercano a la puerta del Sol, cuyo reloj se veía por una ventana (incrustado en croma).

Recuerdo que hubo un catering de nivel como merecía la ocasión, y que me recomendaron no poner muchas pegas a tomar un par de copitas de vino (tres quizás), para facilitar mi animación y el efecto dominó que queríamos conseguir. Sí, amigos, se me había encargado la responsabilidad de reírme y contagiar la risa al público. Y no fue tan fácil, porque en el último ensayo los chistes ya habían perdido para mí todo el efecto y empezaba a sentir agujetas en la mandíbula. Pero así se hizo, y me convertí en la risa de las Campanadas de Antena 3, y me oyeron hasta en Telecinco. Muchos años después, durante la grabación de un piloto, Tomás Summers me presentó al Sevilla, el cantante de los Mojinos Escozíos, y en el momento en que me oyó reírme, dijo que reconoció mi risa. No sé si me dijo que la tenía grabada y todo. Entonces me lo creí; ahora que lo escribo, me temo que el guasón de Tomás se conchabara con él para embromarme.

Volvemos a diciembre de 2012 y al encargo de las Campanadas de la Sexta, un trabajo que me proporcionaba de nuevo la experiencia de las campanadas, pero en esta ocasión, en vivo y en directo, en el lugar de los hechos, y como Dios manda, ¡con chica! ¡Y qué chica! Yo que pensaba que ya lo había visto todo y me había convertido en indeslumbrable, descubrí que siempre hay un más allá. Pero dejémoslo: Sandra merece capítulo aparte.

Hice de redactor, acudiendo al Intermedio a pedir que nos grabaran unos consejitos que yo mismo había guionizado, hice también, por primera vez, de reportero de calle, ¡a estas alturas! Pero, por encima de todo, esta experiencia me brindó un vínculo, un nombre, un cabo de hilo del que tirar para convertir ya completamente en incuestionable la necesidad de escribir este libro. Porque no me digan que no es casualidad que hiciera unas campanadas con Chiquito y años después… ¡con Chicote! ¡Sólo eso bien merece un libro! Y aquí lo tienen (bueno, lo van teniendo por entregas).

Debo aprovechar, por cierto, para reivindicarme, ya que recientemente una campaña de publicidad de aceitunas ha reunido a Chiquito y Chicote en un mismo spot. No sólo mi idea es previa (exactamente, de diciembre de 2012), sino que mi propia experiencia me avala y me autoriza por encima de ningún otro para establecer esta graciosa relación entre sus nombres (por cierto, no recuerdo que el anuncio aprovechara este detalle, lo que me desconcierta especialmente, porque entonces ¿para qué los juntaron?). En todo caso, dicho queda: la publicidad me copia, ¡me siento realizado!

Antes he hablado de la teoría de los grados de separación. Se presta aquí hacer un inciso sobre ello. Me he documentado: la propuso en 1930 un escritor húngaro, Frigyes Karinthy, y pretende que cualquier persona de la Tierra puede estar conectada con cualquier otra por un máximo de cinco intermediarios (o seis grados de separación). En el grado 1 estarían todas las personas que uno conoce directamente, sin  persona interpuesta. El clásico “un amigo de un amigo”, que precisa de un intermediario y sólo uno, estaría a dos grados de separación. Y así sucesivamente.

Este grado 2 de separación es particularmente importante y convierte al intermediario en una persona con poder: el poder de presentarte a la otra persona, sea ésta un famoso, una mujer que te atrae, un cliente potencial o un profesional de gran renombre y agenda muy apretada.

Según escribo esto, me viene a la cabeza que quizá esas miradas de adoración casi devocional que me prodigan algunas personas cuando se enteran de que trabajo en la tele provienen de la idea inconsciente de que, al conocer a sus ídolos, yo podría presentárselos, y por tanto, soy para ellas una especie de mago o sacerdote que tiende puentes entre el brillante e inalcanzable mundo de los famosos y el de los vulgares espectadores. ¿Pero tú también, Juanjo, compañero mío?


        El interés de este libro, si tiene alguno, habrá de ser un poco éste, que los lectores crean conocerme y, así, reducir un grado de separación con muchos de sus adorados personajes televisivos. Advierto, no obstante, y a sabiendas de que puedo perder muchos lectores potenciales, que hasta el momento de escribir estas líneas me he ahorrado el trabajar en programas de corazón y telerrealidad, y no conozco, por tanto, a nadie de Gran Hermano, Mercedes Milá incluida.