miércoles, julio 16, 2014

ESPEJITO, ESPEJITO

Hace un momento, en el cuarto de baño de mi lugar de trabajo, mientras me lavaba los dientes, he visto a un señor con barba canosa vistiendo una camiseta fina de un color intenso entre granate y magenta. Era yo. Y me he dicho: ¿qué hace un señor mayor vistiendo como un joven de veinticinco años? Lo primero, demostrar lo bien que cuido la ropa, porque precisamente esa misma camiseta ya la vestí con veinticinco años. Me la compré en Sevilla en el verano del 91, un año antes de la Expo. Muchos de vosotros no habíais nacido. No me hago idea de cuánto color y apresto ha podido perder en estos años. En todo caso, los echo bastante menos en falta que el pelo.

Lo que es un hecho innegable es que esa cara de maduro interesante y esa camiseta de joven despistado no casan en absoluto. ¿Quiere ello decir que la vaya a tirar? ¡Parece mentira que me conozcáis tan poco! Aunque, eso sí, trataré de usarla durante periodos antisociales y de ermitañismo. La conclusión más fuerte a que me ha empujado esta visión caduca de mí mismo es que, no hoy ni mañana, a ritmo lento, despacio pero seguro, poco a poco, como sin que se note,  debo ir sacando de mi armario las camisetas desgastadas y los pantalones de aventurero para sustituirlos por prendas más acordes a mi imagen actual. Guayaberas y pantalones mil rayas.  

miércoles, julio 02, 2014

MI FUTURO VISTO POR LA ESPALDA

Hace un par de sábados pude verme a mí mismo de mayor, sin que mi madurez se diera cuenta porque mi presente estaba detrás de ella.

Exagero, era sólo por captar su interés. Sí vi a un hombre algo mayor, no anciano. Sesentón, yo diría. Calvo, más calvo de lo que yo espero estar a sus años (aunque tampoco me imaginaba de joven como ahora me veo). De estatura y complexión medianas, pero de espíritu libre y juguetón. Un columnajuguetista de la vida. ¿Que por qué lo sé? Se lo cuento. 

Entraba al metro y tenía que bajar unas escaleras. Las mecánicas no funcionaban (desde hace tiempo, por cierto), y era obligado el uso de las estáticas (¿o cómo se nombran las escaleras de siempre, de peldaño sólido y permanente, que ni se mueven ni se pliegan?). Y hete aquí que cuando bajo la vista para contemplar la pendiente escalonada que me separa del piso de abajo me encuentro a un viejoven, un provecto infantil que, quizá como rebeldía contra la avería del sistema o, al contrario, queriendo sacar lúdica tajada del momento, se sienta de lado sobre la barandilla dejando colgar sus pies y se desliza por el pasamanos hasta el primer descansillo. O sea, lo que haría cualquier niño menor de diez años de cualquier familia angloamericana acomodada con casa de dos plantas en cualquier película edulcorada de los años 50 (por decir una fecha). Sólo que en la realidad, en público, con los sesenta y cinco cumplidos y arriesgándose a que sus hijos lo incapaciten para quedarse con la pensión. Esa parte también nos distingue. A mí mis hijos nunca me incapacitarán. Tendrán que hacerlo mis sobrinos.

He dado seguramente, sin que ustedes ni yo nos diéramos cuenta, con la clave de este jovial comportamiento. ¿Sesenta y cinco años he dicho que tendría? Puede que más, pero ¿y si ese era precisamente el día de su cumpleaños, cuando alcanzaba la deseada y gloriosa edad de la jubilación? De ahí, claro, el júbilo por haberse ganado, para lo sucesivo, el vivir sin trabajar. Bien puede celebrarlo, que tal vez sea de las últimas promociones de jubilados pensionados que saque nuestro país. 

Percibo en mis lectores sonrisillas irónicas y gestos de escepticismo condescendiente. No se lo creen, claro. Y lo comprendo, yo también recelaba de lo que veían mis propios ojos, pero como testimonio material del suceso aquí les traigo un dibujo de la escena.


¿Cómo? ¿Vuelven a reírse? ¿Tampoco se lo creen, santotomases de la vida? Deben saber que su incredulidad halaga mi vanidad e hincha mi ego, pues supone que yo solo por mis medios podría haberme inventado este dibujo. Y sin embargo, nada más lejos. Es una burda y chapucera copia de un modelo real, como todo lo que hago. Bajen ya esas cejas de desprecio y superioridad moral. Eso también lo puedo demostrar, y puesto que así lo quieren, así lo voy a hacer.


¿Y ahora qué? ¿Me creen ahora? ¿Reconocen que todas las cosas que cuento me pasan de verdad?

Rayos, eso ni que no me lo esperaba de ustedes. ¿Photoshop, dicen? Qué falta de alegría. Cualquier cosa con tal de negar que uno en la vida pueda encontrarse, de repente, con una escena divertida y fuera de lo habitual, como sacada de contexto. Photoshop dicen... ¡Yo no tengo paciencia para eso!