jueves, abril 14, 2016

ENSAYAR EL HUMOR

Llevo ya unas cuantas ediciones participando en los festivales de Dionisíacas que organizan mis vecinos de Acción-Escena Escuela de Teatro, y la amistad con su director Pablo Baldor me facilitó volver a llevar al escenario mi juguete cómico "Robin Hood Crusoe", 25 años después de su estreno en la facultad de filología de la Universidad Complutense, con bastante éxito de público (se rieron) y de crítica (nadie me criticó).

Durante los ensayos hice una reflexión que quise desarrollar por escrito, pero se me quedó en borrador. Cuando hoy la he retomado, me ha decepcionado encontrarme con que sólo tenía un título y no tenía ni siquiera un hilo que seguir. No importa. Sé de lo que quería hablar.

Aunque la obra es prácticamente un monólogo, por aquel entonces, en 1990, conté con la colaboración de dos compañeros, Ángel Navas y Pedro Ignacio López, que hacían unas introducciones a las distintas escenas y algún diálogo conmigo. Eso nos obligaba a un ensayo conjunto, de modo que las partes monologadas podían tener un observador aunque sólo fuera para pasar el texto. En las funciones del año pasado, en mayo y noviembre, sólo tuve un ensayo con Claudia Mulero, la persona de Acción-Escena que llevó el seguimiento de luces, sonido, atrezzo, decorado... ¡e incluso de apuntadora! (agradecimiento infinito). En el 90 no pudimos ni siquiera tener ensayo general en el teatro; en 2015 sólo tuve ése: un boceto de puesta en escena. 

Qué difícil es ensayar solo. En espacios distintos, sin elementos. O con ellos, pero ¡qué ridículo se siente uno sin nadie enfrente! Hay una suerte de ceguera. No te ves, no te oyes, te da vergüenza dar voces tú solo en casa, qué pensarán los vecinos. Apenas acierta uno a repasar el texto, y por más que alternes el orden siempre acabas diciendo el principio mil veces y el resto tres o cuatro como mucho. Qué difícil, Y si se trata de humor, mucho más.

Si todas las artes se completan con la participación de un receptor, en el caso del humor especialmente. Se pregunta un célebre koan zen si hace ruido el árbol que cae cuando no hay nadie para oírlo. Pueden darle vueltas al tema (y a lo de la palmada con una sola mano) mientras yo lo parafraseo: "¿tiene gracia el chiste que nadie lee o escucha?". La respuesta seguramente es no. Aunque también es sí, porque para hacer un chiste, el humorista tiene que ponerse en los dos lados: no se me ocurriría escribir o dibujar un chiste que a mí mismo no me ha hecho gracia. Y no es poco habitual encontrarme con chistes que me hacen reír, y darme cuenta más tarde de que en realidad los escribí yo mismo hace tiempo y no lo recordaba. También ocurren los plagios involuntarios, pero eso es otra historia.

Al final se encuentra uno sentado ante una mesa, repasando mentalmente los chistes y escribiendo o memorizando alguno nuevo que aparece de improviso, a la espera de poderlo probar el día del ensayo. Pero el día del ensayo, tu colaboradora tiene un millón de cosas que apuntar y a las que atender, y tú ensayas un poco más rápido de lo debido, te ves inseguro con el texto, te entra el vértigo de no saber ni la mitad, y no ves que nadie se ría... ¡y ahora sí que hay alguien al otro lado! Yo mismo empiezo a dudar de la mitad de los chistes. ¿Y esto es ensayar?

El humor no se ensaya; se prueba directamente. Se publica, se representa... ¿Y no te pones nervioso? Me ponía hasta que descubrí que, como tantas cosas en la vida, no importa. ¿Qué es lo peor que me puede pasar? ¿No tener gracia? Es algo bastante asumible comparado con no tener qué comer, dónde dormir o estar enfermo. Algunas comparaciones son odiosas, pero otras son liberadoras. Puedo no ser gracioso y mi vida no cambiaría sustancialmente. No soy cómico profesional, de modo que, si no gusta lo que hago, con no hacerlo más, asunto arreglado. Más difícil es lo contrario: tratar por igual al otro impostor, el éxito, que diría sir Rudyard Kipling en su recordadísimo poema "If".

Al final no era tanto ni tan importante lo que quería decir, pero creí que debía cumplir conmigo mismo antes de acometer mi siguiente nota: Crear es destruir, al hilo de un dibujo que acabo de modificar. Pero cada cosa a su tiempo.

El sábado 16, por cierto, volveré a Dionisíacas con "Que Dimita Rita", "Los Huesos de Cervantes" y "Por Sacar Dinero". No sé a qué hora, no se lo puedo decir. Y en dos días, estas líneas habrán quedado desfasadas, así que ¡lean esto pronto!


martes, marzo 15, 2016

A MÍ CHIQUITO ME COGÍA EL TELÉFONO. CAPÍTULO 10: ¡GUAPA!

Si acaso tengo algún seguidor de A mí Chiquito me cogía el teléfono (-Informe de Vida Laboral de un mercenario de la tele), que no se asuste, que no se ha perdido capítulos. Ni siquiera sé si este ocuparía finalmente el puesto décimo, pues lo cierto es que no llevan una secuencia temporal y son bastante intercambiables. Simplemente, me he acordado de que tenía este capítulo escrito porque ayer en la tele la vi. La vi haciendo de guapa, sin esforzarse, y por lo que me pareció, un poco también de mala... con lo que estaba más guapa. Y como tenía un rato, me he decidido a colgar otra entrega más de estas memorias. Dedicado a ella, a ellas. Ahí va.

¡GUAPA!

No voy a ser yo quien enmiende la plana a todo un concurso de miss España, que por mucho que la crisis lo tenga de capa caída y que pueda haber tenido sus polémicas a lo largo de los años, qué duda cabe que siempre ha descubierto para España y para el mundo a mujeres realmente guapas. Espectacularmente guapas incluso, diría yo. Y así lo eras – y lo eres, que quien tuvo retuvo –, Remedios, cuando presentaste con nosotros los Summersitos tu primer programa de televisión, grabándolo además en tu tierra, donde contabas (si no recuerdo mal) que de jovencita habías dejado un puesto de policía municipal para embarcarte en la aventura del missismo y el modelaje, la aventura, en resumidas cuentas, de vivir de la belleza, algo que bien te podías permitir.

Málaga fue en aquellos tiempos mi Hollywood particular, tierra de “dolce vita”, y tú mi primera estrella famosa en un programa en el que llegaron a participar Rita Pavone, Jimmy Fontana o Salvatore Adamo. No empiecen a echar cuentas de mi edad, que por aquel entonces ellos ya eran antiguos, se trataba de un concurso de “revival” de distintas épocas.

Eras seria, Remedios, rigurosa, profesional. “Una mujer como las de antes”, que diría Seju, tu copresentador, con el chascarrillo siempre presto a salir de la lengua. En su local de salsa (el Café del Mercado, donde hay más carne que pescado) llegamos a compartir baile. Aunque por unos momentos nada más, que si no me gusta que me corrijan los pasos en el trabajo, cuando me quiero divertir no se lo aguanto ni a la mismísima miss España, por mucha razón que tuviera, porque – esa es la verdad – bailar nunca ha sido lo mío.

Pasamos buenos momentos en aquel Canal Sur, casi familiar, encerrado en sí mismo con su patio interior de espaldas a la carretera de Torremolinos a la que estaba pegado. Recuerdo tu ocurrencia, un día, de preguntarte qué sería de Gracita Morales, hasta el punto de querer escribir un artículo en un periódico. Ya ves, en eso fuiste pionera, que creo que aún no habían aparecido los programas de “qué pasó con”. Y tus aspiraciones literarias no quedaron allí, que llegaste a publicar un libro sobre el mundo de las misses. Después llegaste a cumplir el sueño de las modelos de convertirse en actriz y has alcanzado el éxito real: la discreción. Lo tenías fácil, siempre lo fuiste.

Por todos estos recuerdos y tu innegable mérito tengo que mencionarte con gran cariño en esta lista que inauguras, pero, lo siento, Remedios, no encabezas.

Tampoco tú, Belén, un sol de sonrisa volcada en los demás, a quien tocó presentar un concurso que aun hoy me parece buena idea. Todo el público participaba, se levantaba y se distribuía en tres plataformas giratorias, cada una de ellas con una enorme pantalla de vídeo mostrando una respuesta distinta para una pregunta planteada. Y tú en medio, entre el público y las respuestas, dirigiendo el tráfico, siendo arrollada por las señoras que querían tocarte, darte un beso y llevarse tu luz.
Tenías ese aire de familia con Emilio, al que venías de acompañar como azafata en un concurso. El trato fácil, la sonrisa natural, la facilidad para hacerlo todo. Pasar de azafata a presentadora no fue un reto, fue un paso más en el camino. Cuatro meses nada más duró nuestro programa doble: A Otra Cosa, contenedor de tarde, y Tentación, concurso contenido en el contenedor. Hace de ello más de veinte años y aunque sólo te veo en la pantalla o los papeles, te sigo viendo igual, a pesar de todo, a pesar de la vida.

No he tenido el gusto de trabajar contigo en ficción, pero se ve lo mismo, que es otro juego más para ti. Te esforzarás por aprender, te costará trabajo, no lo dudo, pero parece que no, que está en ti y te sale naturalmente. Difícil será que volvamos a encontrarnos en ese otro mundo, el cine, en el que has entrado para dar dignidad, brillo y calidad a tantas películas. Me alegro por ti y por las pelis, y lamento que los programas no hayamos sabido merecerte.

Lo tuyo no es ser guapa, que por supuesto, sino algo de otra calidad. Por ello tampoco me cuesta decir que no eres tú. Porque tú eres, como aquel programa que hicimos, otra cosa.

Paula, a ti te conozco desde los tiempos del Cepillo de Dientes, ese concurso loco en el que se regalaba un viaje inmediato a personas del público. Lo cierto es que creo que no lo vi nunca en emisión y que, aunque nuestras grabaciones de Genio y Figura coincidían con las vuestras en aquel plató del Álamo donde da la vuelta el aire, tampoco recuerdo que nos viéramos por pasillos ni nadie nos presentara. Debió de ser en alguna promo o un poco antes, en la misma Antena 3. Debías de ser jovencísima, ya eras una belleza, pero transmitías un cierto candor, o quizá soy yo, que me hecho viejo y te imagino así.

Luego trabajamos juntos en una gala especial de Fin de Año, Que no Decaiga se llamó, que me lo dejo para otro capítulo. Me discutiste si era conveniente decir que las Jelly Rolls, un grupo de señoras mayores gordas que hacían un espectáculo de claqué, habían estado enormes. Yo pensaba que no era para ofenderse, puesto que ellas jugaban esa baza, pero tú querías ser muy correcta. Si ahora volviéramos a tener la misma discusión, creo que sería capaz de defender ambos puntos de vista, y que seguramente acabaría dándote la razón, fuera cual fuera tu idea. Siempre he sido mucho de llevarme bien y economizar esfuerzos para batallas importantes. Eso, y que la belleza es mi kriptonita particular, y me vuelve débil.

Nos vimos mucho por los pasillos de Telecinco cuando hacías el Euromillón y yo estaba en el Informal. Y cuando me saludabas efusiva y recordando mi nombre, en presencia de algún compañero, apenas podía contener mi satisfacción. Muy por encima del latín, siempre has sido un conocimiento del que poder presumir. Y así has seguido siempre, con tus recuerdos, tus sonrisas y tus efusiones, aunque no hayamos vuelto a trabajar juntos más que en un Los Más, esos programas de archivo en formato “de luxe” que con esmero y glamour preparaba el departamento de galas de Antena 3 que tan bien me acogió siempre.

Tú siempre has sido y siempre serás un número 1, como aquel concurso de talentos que con tanto de ello presentaste, pero a pesar de todo, y a riesgo de parecer un fantasma fanfarrón, no te me enfades si, aun poniéndote en lo más alto, me permito el lujo de no ponerte arriba del todo.

Bien podrías ser tú, Silvia, ¿por qué no? Miss también, pero encubierta, pues no supieron valorarte para ponerte la primera y tú encontraste otra profesión donde lucir mucho más que el palmito. Perfecta anfitriona en galas y concursos, con la cabeza bien ordenada y una voz segura y con autoridad. Y todo eso sin perder la sonrisa y pasándotelo bien.

Nos conocimos en un programa de reportajes que, visto desde la distancia, fue un laboratorio, un vivero en el que se crió toda una generación de reporteros y reporteras a los que el tiempo ha puesto en su sitio: allá arriba. Unas, que hacían sus pinitos en pantalla, han presentado sus propios programas, otras y otros han acabado dirigiéndolos. Y el que les habla ha seguido haciendo lo mismo, que es lo que sabe hacer. Pero no estamos para hablar de mí (bueno, un poquito), sino de Silvia, contratada para hacer reportajes de moda en un magacine que acabó, como todos, en diario de sucesos y revista de corazón.

¿Recuerdas el día que viniste por la mañana con una chupa motera, muy ajustada, y según te la desabrochabas para quitártela, salí a saludarte dicharachero? “Soy Jacqs, ¿me buscabas?”, te dije, haciendo alusión a un popular anuncio de colonia en que la tía buena de turno, en moto y con cazadora, se baja la cremallera dejando entrever que bajo el cuero sólo hay más cuero, y murmura seductora: “Busco a Jacqs”. Nos hizo gracia la broma, y ahí quedó la cosa. Ni tú me buscabas ni yo era Jacqs.

¿Qué más hemos hecho juntos para que, como con Paula, tenga esa sensación de continuidad en el tiempo? La gala de presentación de la programación de Antena 3 del año 2000, en la que anunciabas con Constantino Romero el estreno del que iba a ser tu concurso durante mucho tiempo: Pasapalabra. Y otro Los Más, también con las galas.

También estás, claro, en la nómina de nominadas, y de ahí la mención, pero hay un punto incierto que no sé describir que me inclina la balanza hacia otro lado. No eres tú. Ni siquiera soy yo. Es ella.

Y tú sonreirás, como siempre, y te reirás con esa risa abierta pretendidamente ingenua e inequívocamente coqueta, Inma. “La niña”, que decía, para mi callado disgusto, el que mandaba en El Informal. Sin saber, te inventaste un género nuevo, un tipo de reportera desinformada que desarmaba y retrataba a todo político macho que se le pusiera a tiro. Qué torpes muchos de ellos en no encontrar el justo medio entre la hosquedad y la entrega babeante a tu adulación. No sé si te dabas cuenta del juego, pero lo jugabas muy bien.

Qué divertido, visto con los años, esa especie de celos colectivos que le entraron a todo el programa - e incluso a la productora - cuando se te descubrió en la prensa cotilla una relación personal que mantenías con un veterano de la tele de amplias filias pero mayores fobias. La ficción de las presentaciones incorporó a ese personaje, ese “él”, que ponía celoso al gordito gracioso de la pareja conductora.

Me gustó eso que me dijiste un día al llegar, cuando te saludé desde la mesa. Sin dejar de sonreír (soy incapaz de recordar tu cara sin sonrisa) me dijiste con sorpresa y agrado que siempre te miraba a los ojos. No había reparado en ello, supongo que porque es lo normal cuando miras a la gente, pero si te diste cuenta sería porque en general las personas ponían el foco más abajo, y no se lo reprocho. Bueno, sí, se lo reprocho. Eso no está bien, y menos con una compañera. Así que tomé tu comentario casi como una medalla militar al respeto y al compañerismo. Que no quiere ello decir que no valore tu belleza completa, ni mucho menos.

Seguramente fuiste un sex-symbol para toda una generación de adolescentes y no tan adolescentes, de modo que tu orgullo está suficientemente alimentado como para encajar esto. Por otro lado, siempre he pensado que tu alegría de vivir estaba por encima de esas cosas y que no te quitaba el sueño un voto más o menos en la encuesta de la chica más sexy de la tele. Por eso, con todo mi cariño, te tengo que decir Inma que, en lo que a mi carrera se refiere, tú has podido ser lo más, pero no la más. Y debo cambiar de tema.

¿Y pensar, Mar, que fue otro quien te descubrió para mí? Mi compañero Paco, gay reconocido por más señas, no descubro nada, en los tiempos muertos de los viernes, me llevaba al plató donde grababais, y yo te saludaba como un escolar maravillado y tú nos recibías simpática y agradeciendo la visita. Tú decías “Mírame”, y yo obedecía. Como todos.

¿Y pensar – pensaba - que tuve la oportunidad de estar allí? Sí, porque, en un momento dado, en un mismo mes de marzo, me invitaron a trabajar en “Ver para creer” y “Mírame”, dos programas que empezaban en Antena 3 (dos propuestas en el mismo mes, ¿dónde quedaron esos tiempos?). Yo estaba en “El Informal”, y aunque quince días antes hubiera dicho que sí sin pensarlo, entonces me lo pensé. Y me quedé.

Era Silvia, por cierto, quien presentó esa primera temporada, y luego llegaste tú, y yo no estuve ni en la primera ni en la segunda, porque Ver para Creer volvió a tentarme y vosotros no, y esta vez sí me fui con ellos. Pero esas visitas de los viernes, con el ritmo tranquilo de la grabación, tu glamour, tu naturalidad, tu simpatía, me hicieron querer trabajar en tu programa. Y así se hizo. En la temporada siguiente, yo escribí tus líneas.

Te mandaba los jueves el guión por fax (qué gracia me hace recordar esa tecnología de entonces), con los pasos todos seguidos, apretados, en arial narrow, cuatro o cinco en cada folio. Cosa mía de ahorrar papel y de facilitar el envío. Y el viernes por la mañana, a las diez, entraba en maquillaje a ver visiones. Nunca me creí del todo que yo estuviera allí ni que fueras de verdad ni que el vestido de un día pudiera superarse a la semana siguiente. Ni siquiera me reconozco escribiendo esto y apreciando modelitos.

Lo del plató era digno de verse: tú sola, como una reina, rodeada de todos los eléctricos, cámaras, el realizador, yo mismo… Y el realizador, con el único apoyo de un fondo blanco, unas letras corpóreas de colores en dos tamaños y una cámara caliente (se llama así, no era cosa de la situación), te hacía todo tipo de tomas en las posturas más inverosímiles y desde ángulos impensables. Entre quince y veinte pasos por programa, a trece programas por trimestre, y todos diferentes. Y yo, escuchándote decir mis palabras, un poco trabalenguas algunas, que habías tenido que aprender porque (esto no lo sabe mucha gente) no había autocúe.

Compartimos plano un par de veces, en esos sketchs finales que le gustaban a Irene, la directora, y quise que nos inmortalizaran juntos, con foto de testigo. En una de las minificciones representaba ser el retrato de un cuadro expuesto en un museo del que tú eras guía turístico. ¿O era al revés? En la otra, emulabas al Schindler del cine, elaborando una lista, en esta ocasión con los créditos del programa, siempre tan poco visibles, mientras yo, con bata de linotipista, tecleaba los nombres en una máquina de escribir antigua y ruidosa.

No recuerdo en qué momento mi natural rancio, parco en expresiones, se animó de pronto, y empezó a jalearte de tanto en tanto, dos o tres veces por programa, tampoco más, y a decirte “¡guapa!”, como el público de una folclórica. Lo hacíamos un poco medio en broma, yo el decirlo, tú el escucharlo, pero el caso es que acuñamos esa costumbre, y nos pareció divertido. Tanto fue así que un día en que no pude acudir a la grabación - no recuerdo el motivo, una visita médica, supongo - te incluí los piropos por escrito, salpicados en dos puntos del guión que te envié por fax.

Sí, Mar, quince años después de “Mírame”, sigo sin tomarme la molestia de dudar cuando me preguntan por la presentadora más guapa con la que he trabajado, y al igual que te halagué de viva voz y por escrito en aquel guión de mi ausencia, aquí te he dedicado la cabecera “¡Guapa!” de este capítulo.

Aunque… Bueno, no, será que en este momento es la última guapa con la que he trabajado y la he idealizado.

Pero no, porque no suelo idealizar a las presentadoras con las que trabajo. ¿Quizá es porque fue en las Campanadas de Fin de Año, y las fiestas y los vestidos de noche lucen mucho? También, pero no ha sido la primera presentadora a la que he visto en traje de noche. El caso es que fue una sorpresa, porque al verla en la tele a diario sí me parecía una chica guapa, pero no a esos niveles, y sin embargo en persona me pareció que la cámara no le hacía la suficiente justicia. Más alta y esbelta, el pelo más largo, los ojos más brillantes, la boca más de comerse el mundo… qué sé yo. ¿Será la novedad? ¿Será la juventud? ¿Será mi madurez, que empiezo a hacerme viejo y a coger color verde? El caso, Sandra, es que ahora que lo pienso, y perdóname, Mar, me haces dudar.


Y perdónenme ustedes, que he hablado de todas como si las conocieran, porque evidentemente las conocen, pero me he hecho el confianzudo, y a lo mejor sólo el nombre de pila desnudo es poco para ustedes. Repartan entre ellas a su buen juicio los apellidos Cervantes, Rueda, Vázquez, Jato, del Moral, Saura y Sabatés, y verán el puzzle completado.