miércoles, agosto 31, 2022

BREVES DE UN LARGO VERANO: VERANO DE CRISTALES

Parece que los cristales y sus colores – los que lo tengan – influyen mucho en nuestra percepción de la vida. Mis gafas han sido las redondas de siempre en este par de meses que, profesor repelente como soy, se me han hecho largos. Quizá la forma circular de las lentes me haga parecer que siempre vuelve uno a un punto de partida sin avanzar. No me quejo, ha tenido algo mi verano como de película francesa, lenta y de poca acción, pero estética y con diálogos interesantes. Hace un par de fines de semana, sin irme más lejos, asistí a un concierto de música clásica (piano y voz) en el cuidado jardín de un antiguo hotelito reconvertido en academia de música, en la zona noble de San Rafael. Me han faltado, eso sí, una Clara con su rodilla o una playa con su Pauline.

El cristal que sí me ha hecho ver la vida de un modo distinto ha sido el parabrisas de mi coche, amanecido estallado una mañana de sábado de primeros de julio, quien sabe si por vandalismo o accidente, y cuyo repuesto quedó marcado en el taller como “sin fecha”. Por suerte, ni me restaba visibilidad ni he viajado apenas, pero no he podido evitar sentirme como mal vestido al volante de un auto que mostraba su herida sangrante tan a la vista.

Otro cristal: el del baño. Si en casa del herrero, cuchara de palo; en la del cuñado del mamparista llevan años colgando cortinas de baño de plástico que, desde luego, tardo demasiado en cambiar. Por eso, y un poco aprovechando este verano tan de quedarme en casa, por fin me he decidido a poner mampara. Por el empaque que le da, más que nada. Pero, si la luna de mi coche no la mandaban, la de mi bañera sí la enviaron… y se perdió. Nada de importancia para quien, como yo en verano, dispone de todo el tiempo del mundo. Lo cierto es que este cristal sí ha cambiado mi mundo. Parece todo mejor armado, más estable y menos provisional.

El último, el de mis gafas propiamente dichas. Ya me libré un día de que me colocaran un tratamiento antiojeras levantándome de la silla donde llevaban cinco minutos aplicándome una crema en promoción a solo quinientos euritos (algún día tendremos que hablar de los diminutivos). Son los riesgos de pasear por el barrio de Salamanca. Pero hace solo unos días me cazó una vendedora: me pidió las gafas, me dijo que qué sucias, le aplicó un espray con aloe vera con sumo cuidado y me presentó el cristal, nítido como recién salido de fábrica. Siguió con el otro, me pidió el reloj, le puso una crema antiralladuras, le frotó un paño y salió negro, y finalmente lo sumergió en un recipiente con motor lleno del mismo espray verde con que había limpiado las lentes. Que te enseñen que llevas tus joyas llenas de roña desarma a cualquiera, pero yo soy un cliente difícil. ¿Cuánto valía el botecito mínimo de 50 ml? 15 euros. El que lleva cuatro veces más, 20. Ya iba a irme, cuando me hizo la oferta que no podría rechazar; el pequeño, para probar, 10 euros. Han pasado unos días y estamos muy lejos en la distancia para que puedan ustedes ver la cara de primo que se me quedó al llevarme esa enanez que ya he dejado de usar.

Pero a día de hoy veo la vida con limpieza y claridad. Todos los elementos van encontrando su lugar y, sobre todo, su fecha: la vida se ordena, todo es armonía. Hoy la tierra y los cielos me sonríen; hoy llega al fondo de mi alma el sol. El taller Darma ha traído la luna para mí. Ese parabrisas aplazado al menos hasta septiembre, ha llegado adelantado, y hoy mi coche luce por fin como un traje nuevo. Hoy creo en Dios.


martes, agosto 30, 2022

BREVES DE UN LARGO VERANO. A VECES UNO ES LO QUE LES PASA A LOS DEMÁS

En un paseo urbano de dos horas desde Delicias hasta la Avenida de América lo normal es que pase algo. Una ciudad llena de estímulos - personas, animales, coches, escaparates… -, ¿cómo no va a llamarte algo la atención? Esa joven pija en un barrio pijo con pinta de turista internacional de lujo, montada en un patinete eléctrico como deslizándose sin esfuerzo por una ciudad y un mundo que son una alfombra roja tendida ante su juventud, su belleza, su dinero… Uno aventuraría que la vida es fácil para ella, pero quién sabe; como decía aquel culebrón, los ricos también lloran. O quizás es solo una estudiante de intercambio perdida en Ortega y Gasset.

Siempre pasa algo que nos sorprende, como la chica del paseo del Prado del otro día, instalada en una mesa plegable con una máquina de escribir naranja, ofreciéndonos poemas instantáneos. Una retratróspida literaria. Hablamos de las máquinas de escribir; no conocía el origen del tippex, esos papelitos que encuadrábamos delante justo del error para que el tipo dejara su impronta blanca superponiéndose al anterior trazo de tinta…  Si hubiera llevado cuaderno, le habría ofrecido un intercambio - dibujo por poema -, pero no me animé. El precio me pareció caro: pedía la voluntad y yo de eso tengo poco. No hay más que ver el tiempo que llevaba sin publicar nada.

Hoy ha sido distinto. Calle Lagasca; tres mujeres se confabulan para una sesión de fotos. Dos de los roles están claros: la modelo y la fotógrafa. La tercera podría ser una acompañante de la primera, una chica jovencísima de belleza exótica: grandes ojos negros entornados bajo unas cejas poderosas; nariz fina y generosa sonrisa. El óvalo de la cara era precisamente un óvalo, coronado por una melena morena, peinada con raya en medio en todo lo alto, para caer enseguida a ambos lados en dos cascadas onduladas simétricas.  La escena es fascinante, me muero por quedarme de público, pero sería tan raro… Me acuerdo de pronto del cuaderno que llevo paseando en la cartera desde por la mañana con el roller Signo acoplado en la espiral y me entra el ansia de apropiarme de ese momento. Pido permiso como un niño bueno para hacer un retrato mientras la fotografían y la modelo me autoriza alegre e ilusionada.

No ha sido ni de lejos mi mejor trabajo. Es muy frustrante no estar a la altura del modelo que tenemos delante. En mi descargo, alego que la fotógrafa le hacía cambio de gesto y posición cada treinta segundos, y justo después de hacerla seria, la veía sonreír y quería plasmar también esa sonrisa… Como justificando mi presencia hasta el final, le he entregado mis dos intentos con una disculpa y sin la precaución de haberles hecho foto para el archivo. Creo, no obstante, que podría dibujarla de memoria… peor no me iba a salir. Nara, como se ha presentado en el vídeo que también han grabado, ha recogido sus retratos con entusiasta agradecimiento y yo, educado y tímido, le he deseado suerte sin atreverme a elogiarle el encanto que, sin duda, le abrirá muchas puertas.



sábado, agosto 31, 2019

A MÍ CHIQUITO ME COGÍA EL TELÉFONO. PRÓLOGO: "Y CON ESTO YA ACABO"

A nada que tengan ustedes el libro físicamente entre las manos habrán deducido que este título es mentira. Me permitirán la licencia. Imbuido por el espíritu periodístico he decidido reinterpretar el dogma “que la verdad no te estropee una buena noticia” en mi propio beneficio. En este caso la realidad no iba a arruinarme un bonito título. Por otro lado, si bien en sentido estricto no es cierto que con este capítulo acabe el libro, sí es una buena descripción de su contenido, pues he decidido empezar por el final para continuar en un anárquico flashback sin orden ni concierto cronológico, tal como es, por otra parte, la vida del guionista de televisión.

El contenido de este capítulo es piedra angular en la redacción de un libro que ideé hace casi doce años. Si me he resistido a terminarlo ha sido porque difícilmente iba a poder evitar que pareciera una despedida de mi carrera en televisión y yo todavía, como el que se resiste a levantarse de la cama por la mañana para dormir un poquito más, pretendía también poder seguir trabajando aún unos añitos en el medio. Soñaba tal vez con una buena racha de dos o tres años en un mismo programa o enganchando proyectos; quizá un nuevo “Camera Café”, con su estatus de ficción y el reconocimiento público. Y luego ya sí, retirarme como el George Constanza de Seinfeld: “dejándolo en alto”. Ha debido resultarle a mi karma un sueño demasiado ambicioso que yo no merecía, así que me ha tocado una travesía en el desierto que creo haber vivido con dignidad y sin demasiada queja.

Y ahora ya sí, por fin, después de unos años combinando largos periodos de paro con algunos de mis trabajos más breves y a la vez gratificantes, años en los que a menudo me asaltaba la sospecha de que la tele me había prejubilado sin avisar; después de cerrar un círculo al volver a trabajar con mi primer jefe y completar así la ronda de televisiones nacionales en mi curriculum; de volver a abrir el círculo y ser rescatado por otros compañeros de camino, entre ellos mi segundo jefe; después de volver a Canal Sur, de crearme expectativas y cancelarme renovaciones, después de reencontrarme con entornos familiares y llegar a sitios nuevos; de ser un astronauta en Real Madrid Televisión y de volver a Telecinco a las caracolas donde no llegué a trabajar en mi año de Informal; después de intentarme reinventar imaginando oficios creativos sin rentabilidad ni futuro; después de pasear mi incierta suerte entre la alegría y la preocupación, entre aceptando y resignado, con mi poquito de envidia, pero no demasiada, a quien tuvo más fortuna, y mi interna satisfacción por haber hecho bien las cosas y poderme permitir este paradójico lujo de vivir del aire y de milagro; después de todo eso, hoy, por fin, la vida me presenta una oportunidad distinta y me animo a probar suerte en otro mundo que me ofrece lo que tanto me ha faltado: certidumbres, estabilidad… y los niños que no he tenido.

Irónicamente, me ha pillado trabajando y debo renunciar y despedirme de un prometedor y divertido concurso en fase de preproducción que podría ser un éxito y durar bastante tiempo.  Pero lo que en principio me parecía una broma de mal gusto del universo para conmigo, puedo verlo ahora como una magnífica ocasión para salir por la puerta grande y, con la cabeza alta, diciéndole al mundo de la tele: “No me echas tú, me voy yo”.

Y por eso este pequeño capítulo dedicado a “El Bribón”, aún por estrenar, y a los que han sido mis últimos compañeros, me sirve a la vez de despedida y de punto de inflexión para echar la vista atrás y hacer memoria sentimental de mis modestas vivencias a lo largo de más de treinta años.

Cuando tengan ustedes este libro entre las manos, quizá el programa que he dejado esté haciendo historia y yo me tire de los pocos pelos que me quedan o quizá solo haya pasado a la historia y yo pueda resoplar pensando “me salvé”. Por fidelidad y amistad a quienes han sido mis compañeros aun por solo unas semanas, prefiero la primera opción: mucho éxito ¡y que dure! Por lo que a mí respecta, como anticipaba en el título, con esto ya acabo. Bueno, y empiezo.

jueves, abril 14, 2016

ENSAYAR EL HUMOR

Llevo ya unas cuantas ediciones participando en los festivales de Dionisíacas que organizan mis vecinos de Acción-Escena Escuela de Teatro, y la amistad con su director Pablo Baldor me facilitó volver a llevar al escenario mi juguete cómico "Robin Hood Crusoe", 25 años después de su estreno en la facultad de filología de la Universidad Complutense, con bastante éxito de público (se rieron) y de crítica (nadie me criticó).

Durante los ensayos hice una reflexión que quise desarrollar por escrito, pero se me quedó en borrador. Cuando hoy la he retomado, me ha decepcionado encontrarme con que sólo tenía un título y no tenía ni siquiera un hilo que seguir. No importa. Sé de lo que quería hablar.

Aunque la obra es prácticamente un monólogo, por aquel entonces, en 1990, conté con la colaboración de dos compañeros, Ángel Navas y Pedro Ignacio López, que hacían unas introducciones a las distintas escenas y algún diálogo conmigo. Eso nos obligaba a un ensayo conjunto, de modo que las partes monologadas podían tener un observador aunque sólo fuera para pasar el texto. En las funciones del año pasado, en mayo y noviembre, sólo tuve un ensayo con Claudia Mulero, la persona de Acción-Escena que llevó el seguimiento de luces, sonido, atrezzo, decorado... ¡e incluso de apuntadora! (agradecimiento infinito). En el 90 no pudimos ni siquiera tener ensayo general en el teatro; en 2015 sólo tuve ése: un boceto de puesta en escena. 

Qué difícil es ensayar solo. En espacios distintos, sin elementos. O con ellos, pero ¡qué ridículo se siente uno sin nadie enfrente! Hay una suerte de ceguera. No te ves, no te oyes, te da vergüenza dar voces tú solo en casa, qué pensarán los vecinos. Apenas acierta uno a repasar el texto, y por más que alternes el orden siempre acabas diciendo el principio mil veces y el resto tres o cuatro como mucho. Qué difícil, Y si se trata de humor, mucho más.

Si todas las artes se completan con la participación de un receptor, en el caso del humor especialmente. Se pregunta un célebre koan zen si hace ruido el árbol que cae cuando no hay nadie para oírlo. Pueden darle vueltas al tema (y a lo de la palmada con una sola mano) mientras yo lo parafraseo: "¿tiene gracia el chiste que nadie lee o escucha?". La respuesta seguramente es no. Aunque también es sí, porque para hacer un chiste, el humorista tiene que ponerse en los dos lados: no se me ocurriría escribir o dibujar un chiste que a mí mismo no me ha hecho gracia. Y no es poco habitual encontrarme con chistes que me hacen reír, y darme cuenta más tarde de que en realidad los escribí yo mismo hace tiempo y no lo recordaba. También ocurren los plagios involuntarios, pero eso es otra historia.

Al final se encuentra uno sentado ante una mesa, repasando mentalmente los chistes y escribiendo o memorizando alguno nuevo que aparece de improviso, a la espera de poderlo probar el día del ensayo. Pero el día del ensayo, tu colaboradora tiene un millón de cosas que apuntar y a las que atender, y tú ensayas un poco más rápido de lo debido, te ves inseguro con el texto, te entra el vértigo de no saber ni la mitad, y no ves que nadie se ría... ¡y ahora sí que hay alguien al otro lado! Yo mismo empiezo a dudar de la mitad de los chistes. ¿Y esto es ensayar?

El humor no se ensaya; se prueba directamente. Se publica, se representa... ¿Y no te pones nervioso? Me ponía hasta que descubrí que, como tantas cosas en la vida, no importa. ¿Qué es lo peor que me puede pasar? ¿No tener gracia? Es algo bastante asumible comparado con no tener qué comer, dónde dormir o estar enfermo. Algunas comparaciones son odiosas, pero otras son liberadoras. Puedo no ser gracioso y mi vida no cambiaría sustancialmente. No soy cómico profesional, de modo que, si no gusta lo que hago, con no hacerlo más, asunto arreglado. Más difícil es lo contrario: tratar por igual al otro impostor, el éxito, que diría sir Rudyard Kipling en su recordadísimo poema "If".

Al final no era tanto ni tan importante lo que quería decir, pero creí que debía cumplir conmigo mismo antes de acometer mi siguiente nota: Crear es destruir, al hilo de un dibujo que acabo de modificar. Pero cada cosa a su tiempo.

El sábado 16, por cierto, volveré a Dionisíacas con "Que Dimita Rita", "Los Huesos de Cervantes" y "Por Sacar Dinero". No sé a qué hora, no se lo puedo decir. Y en dos días, estas líneas habrán quedado desfasadas, así que ¡lean esto pronto!


martes, marzo 15, 2016

A MÍ CHIQUITO ME COGÍA EL TELÉFONO. CAPÍTULO 10: ¡GUAPA!

Si acaso tengo algún seguidor de A mí Chiquito me cogía el teléfono (-Informe de Vida Laboral de un mercenario de la tele), que no se asuste, que no se ha perdido capítulos. Ni siquiera sé si este ocuparía finalmente el puesto décimo, pues lo cierto es que no llevan una secuencia temporal y son bastante intercambiables. Simplemente, me he acordado de que tenía este capítulo escrito porque ayer en la tele la vi. La vi haciendo de guapa, sin esforzarse, y por lo que me pareció, un poco también de mala... con lo que estaba más guapa. Y como tenía un rato, me he decidido a colgar otra entrega más de estas memorias. Dedicado a ella, a ellas. Ahí va.

¡GUAPA!

No voy a ser yo quien enmiende la plana a todo un concurso de miss España, que por mucho que la crisis lo tenga de capa caída y que pueda haber tenido sus polémicas a lo largo de los años, qué duda cabe que siempre ha descubierto para España y para el mundo a mujeres realmente guapas. Espectacularmente guapas incluso, diría yo. Y así lo eras – y lo eres, que quien tuvo retuvo –, Remedios, cuando presentaste con nosotros los Summersitos tu primer programa de televisión, grabándolo además en tu tierra, donde contabas (si no recuerdo mal) que de jovencita habías dejado un puesto de policía municipal para embarcarte en la aventura del missismo y el modelaje, la aventura, en resumidas cuentas, de vivir de la belleza, algo que bien te podías permitir.

Málaga fue en aquellos tiempos mi Hollywood particular, tierra de “dolce vita”, y tú mi primera estrella famosa en un programa en el que llegaron a participar Rita Pavone, Jimmy Fontana o Salvatore Adamo. No empiecen a echar cuentas de mi edad, que por aquel entonces ellos ya eran antiguos, se trataba de un concurso de “revival” de distintas épocas.

Eras seria, Remedios, rigurosa, profesional. “Una mujer como las de antes”, que diría Seju, tu copresentador, con el chascarrillo siempre presto a salir de la lengua. En su local de salsa (el Café del Mercado, donde hay más carne que pescado) llegamos a compartir baile. Aunque por unos momentos nada más, que si no me gusta que me corrijan los pasos en el trabajo, cuando me quiero divertir no se lo aguanto ni a la mismísima miss España, por mucha razón que tuviera, porque – esa es la verdad – bailar nunca ha sido lo mío.

Pasamos buenos momentos en aquel Canal Sur, casi familiar, encerrado en sí mismo con su patio interior de espaldas a la carretera de Torremolinos a la que estaba pegado. Recuerdo tu ocurrencia, un día, de preguntarte qué sería de Gracita Morales, hasta el punto de querer escribir un artículo en un periódico. Ya ves, en eso fuiste pionera, que creo que aún no habían aparecido los programas de “qué pasó con”. Y tus aspiraciones literarias no quedaron allí, que llegaste a publicar un libro sobre el mundo de las misses. Después llegaste a cumplir el sueño de las modelos de convertirse en actriz y has alcanzado el éxito real: la discreción. Lo tenías fácil, siempre lo fuiste.

Por todos estos recuerdos y tu innegable mérito tengo que mencionarte con gran cariño en esta lista que inauguras, pero, lo siento, Remedios, no encabezas.

Tampoco tú, Belén, un sol de sonrisa volcada en los demás, a quien tocó presentar un concurso que aun hoy me parece buena idea. Todo el público participaba, se levantaba y se distribuía en tres plataformas giratorias, cada una de ellas con una enorme pantalla de vídeo mostrando una respuesta distinta para una pregunta planteada. Y tú en medio, entre el público y las respuestas, dirigiendo el tráfico, siendo arrollada por las señoras que querían tocarte, darte un beso y llevarse tu luz.
Tenías ese aire de familia con Emilio, al que venías de acompañar como azafata en un concurso. El trato fácil, la sonrisa natural, la facilidad para hacerlo todo. Pasar de azafata a presentadora no fue un reto, fue un paso más en el camino. Cuatro meses nada más duró nuestro programa doble: A Otra Cosa, contenedor de tarde, y Tentación, concurso contenido en el contenedor. Hace de ello más de veinte años y aunque sólo te veo en la pantalla o los papeles, te sigo viendo igual, a pesar de todo, a pesar de la vida.

No he tenido el gusto de trabajar contigo en ficción, pero se ve lo mismo, que es otro juego más para ti. Te esforzarás por aprender, te costará trabajo, no lo dudo, pero parece que no, que está en ti y te sale naturalmente. Difícil será que volvamos a encontrarnos en ese otro mundo, el cine, en el que has entrado para dar dignidad, brillo y calidad a tantas películas. Me alegro por ti y por las pelis, y lamento que los programas no hayamos sabido merecerte.

Lo tuyo no es ser guapa, que por supuesto, sino algo de otra calidad. Por ello tampoco me cuesta decir que no eres tú. Porque tú eres, como aquel programa que hicimos, otra cosa.

Paula, a ti te conozco desde los tiempos del Cepillo de Dientes, ese concurso loco en el que se regalaba un viaje inmediato a personas del público. Lo cierto es que creo que no lo vi nunca en emisión y que, aunque nuestras grabaciones de Genio y Figura coincidían con las vuestras en aquel plató del Álamo donde da la vuelta el aire, tampoco recuerdo que nos viéramos por pasillos ni nadie nos presentara. Debió de ser en alguna promo o un poco antes, en la misma Antena 3. Debías de ser jovencísima, ya eras una belleza, pero transmitías un cierto candor, o quizá soy yo, que me hecho viejo y te imagino así.

Luego trabajamos juntos en una gala especial de Fin de Año, Que no Decaiga se llamó, que me lo dejo para otro capítulo. Me discutiste si era conveniente decir que las Jelly Rolls, un grupo de señoras mayores gordas que hacían un espectáculo de claqué, habían estado enormes. Yo pensaba que no era para ofenderse, puesto que ellas jugaban esa baza, pero tú querías ser muy correcta. Si ahora volviéramos a tener la misma discusión, creo que sería capaz de defender ambos puntos de vista, y que seguramente acabaría dándote la razón, fuera cual fuera tu idea. Siempre he sido mucho de llevarme bien y economizar esfuerzos para batallas importantes. Eso, y que la belleza es mi kriptonita particular, y me vuelve débil.

Nos vimos mucho por los pasillos de Telecinco cuando hacías el Euromillón y yo estaba en el Informal. Y cuando me saludabas efusiva y recordando mi nombre, en presencia de algún compañero, apenas podía contener mi satisfacción. Muy por encima del latín, siempre has sido un conocimiento del que poder presumir. Y así has seguido siempre, con tus recuerdos, tus sonrisas y tus efusiones, aunque no hayamos vuelto a trabajar juntos más que en un Los Más, esos programas de archivo en formato “de luxe” que con esmero y glamour preparaba el departamento de galas de Antena 3 que tan bien me acogió siempre.

Tú siempre has sido y siempre serás un número 1, como aquel concurso de talentos que con tanto de ello presentaste, pero a pesar de todo, y a riesgo de parecer un fantasma fanfarrón, no te me enfades si, aun poniéndote en lo más alto, me permito el lujo de no ponerte arriba del todo.

Bien podrías ser tú, Silvia, ¿por qué no? Miss también, pero encubierta, pues no supieron valorarte para ponerte la primera y tú encontraste otra profesión donde lucir mucho más que el palmito. Perfecta anfitriona en galas y concursos, con la cabeza bien ordenada y una voz segura y con autoridad. Y todo eso sin perder la sonrisa y pasándotelo bien.

Nos conocimos en un programa de reportajes que, visto desde la distancia, fue un laboratorio, un vivero en el que se crió toda una generación de reporteros y reporteras a los que el tiempo ha puesto en su sitio: allá arriba. Unas, que hacían sus pinitos en pantalla, han presentado sus propios programas, otras y otros han acabado dirigiéndolos. Y el que les habla ha seguido haciendo lo mismo, que es lo que sabe hacer. Pero no estamos para hablar de mí (bueno, un poquito), sino de Silvia, contratada para hacer reportajes de moda en un magacine que acabó, como todos, en diario de sucesos y revista de corazón.

¿Recuerdas el día que viniste por la mañana con una chupa motera, muy ajustada, y según te la desabrochabas para quitártela, salí a saludarte dicharachero? “Soy Jacqs, ¿me buscabas?”, te dije, haciendo alusión a un popular anuncio de colonia en que la tía buena de turno, en moto y con cazadora, se baja la cremallera dejando entrever que bajo el cuero sólo hay más cuero, y murmura seductora: “Busco a Jacqs”. Nos hizo gracia la broma, y ahí quedó la cosa. Ni tú me buscabas ni yo era Jacqs.

¿Qué más hemos hecho juntos para que, como con Paula, tenga esa sensación de continuidad en el tiempo? La gala de presentación de la programación de Antena 3 del año 2000, en la que anunciabas con Constantino Romero el estreno del que iba a ser tu concurso durante mucho tiempo: Pasapalabra. Y otro Los Más, también con las galas.

También estás, claro, en la nómina de nominadas, y de ahí la mención, pero hay un punto incierto que no sé describir que me inclina la balanza hacia otro lado. No eres tú. Ni siquiera soy yo. Es ella.

Y tú sonreirás, como siempre, y te reirás con esa risa abierta pretendidamente ingenua e inequívocamente coqueta, Inma. “La niña”, que decía, para mi callado disgusto, el que mandaba en El Informal. Sin saber, te inventaste un género nuevo, un tipo de reportera desinformada que desarmaba y retrataba a todo político macho que se le pusiera a tiro. Qué torpes muchos de ellos en no encontrar el justo medio entre la hosquedad y la entrega babeante a tu adulación. No sé si te dabas cuenta del juego, pero lo jugabas muy bien.

Qué divertido, visto con los años, esa especie de celos colectivos que le entraron a todo el programa - e incluso a la productora - cuando se te descubrió en la prensa cotilla una relación personal que mantenías con un veterano de la tele de amplias filias pero mayores fobias. La ficción de las presentaciones incorporó a ese personaje, ese “él”, que ponía celoso al gordito gracioso de la pareja conductora.

Me gustó eso que me dijiste un día al llegar, cuando te saludé desde la mesa. Sin dejar de sonreír (soy incapaz de recordar tu cara sin sonrisa) me dijiste con sorpresa y agrado que siempre te miraba a los ojos. No había reparado en ello, supongo que porque es lo normal cuando miras a la gente, pero si te diste cuenta sería porque en general las personas ponían el foco más abajo, y no se lo reprocho. Bueno, sí, se lo reprocho. Eso no está bien, y menos con una compañera. Así que tomé tu comentario casi como una medalla militar al respeto y al compañerismo. Que no quiere ello decir que no valore tu belleza completa, ni mucho menos.

Seguramente fuiste un sex-symbol para toda una generación de adolescentes y no tan adolescentes, de modo que tu orgullo está suficientemente alimentado como para encajar esto. Por otro lado, siempre he pensado que tu alegría de vivir estaba por encima de esas cosas y que no te quitaba el sueño un voto más o menos en la encuesta de la chica más sexy de la tele. Por eso, con todo mi cariño, te tengo que decir Inma que, en lo que a mi carrera se refiere, tú has podido ser lo más, pero no la más. Y debo cambiar de tema.

¿Y pensar, Mar, que fue otro quien te descubrió para mí? Mi compañero Paco, gay reconocido por más señas, no descubro nada, en los tiempos muertos de los viernes, me llevaba al plató donde grababais, y yo te saludaba como un escolar maravillado y tú nos recibías simpática y agradeciendo la visita. Tú decías “Mírame”, y yo obedecía. Como todos.

¿Y pensar – pensaba - que tuve la oportunidad de estar allí? Sí, porque, en un momento dado, en un mismo mes de marzo, me invitaron a trabajar en “Ver para creer” y “Mírame”, dos programas que empezaban en Antena 3 (dos propuestas en el mismo mes, ¿dónde quedaron esos tiempos?). Yo estaba en “El Informal”, y aunque quince días antes hubiera dicho que sí sin pensarlo, entonces me lo pensé. Y me quedé.

Era Silvia, por cierto, quien presentó esa primera temporada, y luego llegaste tú, y yo no estuve ni en la primera ni en la segunda, porque Ver para Creer volvió a tentarme y vosotros no, y esta vez sí me fui con ellos. Pero esas visitas de los viernes, con el ritmo tranquilo de la grabación, tu glamour, tu naturalidad, tu simpatía, me hicieron querer trabajar en tu programa. Y así se hizo. En la temporada siguiente, yo escribí tus líneas.

Te mandaba los jueves el guión por fax (qué gracia me hace recordar esa tecnología de entonces), con los pasos todos seguidos, apretados, en arial narrow, cuatro o cinco en cada folio. Cosa mía de ahorrar papel y de facilitar el envío. Y el viernes por la mañana, a las diez, entraba en maquillaje a ver visiones. Nunca me creí del todo que yo estuviera allí ni que fueras de verdad ni que el vestido de un día pudiera superarse a la semana siguiente. Ni siquiera me reconozco escribiendo esto y apreciando modelitos.

Lo del plató era digno de verse: tú sola, como una reina, rodeada de todos los eléctricos, cámaras, el realizador, yo mismo… Y el realizador, con el único apoyo de un fondo blanco, unas letras corpóreas de colores en dos tamaños y una cámara caliente (se llama así, no era cosa de la situación), te hacía todo tipo de tomas en las posturas más inverosímiles y desde ángulos impensables. Entre quince y veinte pasos por programa, a trece programas por trimestre, y todos diferentes. Y yo, escuchándote decir mis palabras, un poco trabalenguas algunas, que habías tenido que aprender porque (esto no lo sabe mucha gente) no había autocúe.

Compartimos plano un par de veces, en esos sketchs finales que le gustaban a Irene, la directora, y quise que nos inmortalizaran juntos, con foto de testigo. En una de las minificciones representaba ser el retrato de un cuadro expuesto en un museo del que tú eras guía turístico. ¿O era al revés? En la otra, emulabas al Schindler del cine, elaborando una lista, en esta ocasión con los créditos del programa, siempre tan poco visibles, mientras yo, con bata de linotipista, tecleaba los nombres en una máquina de escribir antigua y ruidosa.

No recuerdo en qué momento mi natural rancio, parco en expresiones, se animó de pronto, y empezó a jalearte de tanto en tanto, dos o tres veces por programa, tampoco más, y a decirte “¡guapa!”, como el público de una folclórica. Lo hacíamos un poco medio en broma, yo el decirlo, tú el escucharlo, pero el caso es que acuñamos esa costumbre, y nos pareció divertido. Tanto fue así que un día en que no pude acudir a la grabación - no recuerdo el motivo, una visita médica, supongo - te incluí los piropos por escrito, salpicados en dos puntos del guión que te envié por fax.

Sí, Mar, quince años después de “Mírame”, sigo sin tomarme la molestia de dudar cuando me preguntan por la presentadora más guapa con la que he trabajado, y al igual que te halagué de viva voz y por escrito en aquel guión de mi ausencia, aquí te he dedicado la cabecera “¡Guapa!” de este capítulo.

Aunque… Bueno, no, será que en este momento es la última guapa con la que he trabajado y la he idealizado.

Pero no, porque no suelo idealizar a las presentadoras con las que trabajo. ¿Quizá es porque fue en las Campanadas de Fin de Año, y las fiestas y los vestidos de noche lucen mucho? También, pero no ha sido la primera presentadora a la que he visto en traje de noche. El caso es que fue una sorpresa, porque al verla en la tele a diario sí me parecía una chica guapa, pero no a esos niveles, y sin embargo en persona me pareció que la cámara no le hacía la suficiente justicia. Más alta y esbelta, el pelo más largo, los ojos más brillantes, la boca más de comerse el mundo… qué sé yo. ¿Será la novedad? ¿Será la juventud? ¿Será mi madurez, que empiezo a hacerme viejo y a coger color verde? El caso, Sandra, es que ahora que lo pienso, y perdóname, Mar, me haces dudar.


Y perdónenme ustedes, que he hablado de todas como si las conocieran, porque evidentemente las conocen, pero me he hecho el confianzudo, y a lo mejor sólo el nombre de pila desnudo es poco para ustedes. Repartan entre ellas a su buen juicio los apellidos Cervantes, Rueda, Vázquez, Jato, del Moral, Saura y Sabatés, y verán el puzzle completado.

martes, diciembre 08, 2015

¿EXISTE LA FELICIDAD?

¿Existe la felicidad? Con esta pregunta titula Toño Fraguas su exhaustivo ensayo sobre la búsqueda en nuestros días de tan preciado don, a la par que manido concepto, un libro que en las librerías podría figurar tanto en la sección de filosofía como en la de humor. Lo digo como elogio, que conste, que yo me considero humorista dentro de lo que cabe, y siempre que puedo reivindico el valor de la ironía y la sorna como punto de observación de la realidad. (Me gustaría hablar más del humor. Quizá luego. La verdad es que el libro de Toño le da a uno ganas de hablar, de comentar, de debatir, de discutir, de intervenir y participar. Porque la felicidad es algo que nos toca a todos. O al menos nos gustaría que nos tocara. Como la lotería. Y como alguna vecina también).

Toño demuestra en este libro (no, no voy a desvelar el final, no diré si existe o no la felicidad), demuestra, digo, que se puede ser filósofo, culto, riguroso y sesudo, y a la vez tener sentido del humor y gracia. Y no es raro; el humor es juego y se hace a fuerza de asociaciones (inesperadas, sorprendentes, chocantes…), y si disponemos de más elementos con que jugar, más relaciones estableceremos. El humor en este libro lo hace didáctico, cercano y simpático. El autor también demuestra repetidamente que sabe griego, lo que pone peligrosamente en juego los logros antes descritos. Pero se lo perdonamos porque compartimos con Unamuno la idea de que “filosofía es filología”, y el origen de las palabras nos dice mucho del ADN de su significado (¡Toma frase, Toño!). Y a pesar de ello, el libro es claro, se lee fácil, se entiende bien… ¡no parece de un filósofo! (Escuché la anécdota, no sé si cierta, sobre un filósofo alemán de apellido bisílabo y acentuación grave, Hegel quizá, que le daba sus textos a leer a su mujer – o su ama de llaves, no recuerdo – para consultarle si eran claros para, en el caso de que lo fueran, “oscurecerlos” un poco).

¿Existe la felicidad? (Del running al sofathlón: cómo escapar del negocio de la felicidad para alcanzar el bienestar) (Plaza y Janés, 2015) me ha llegado en un momento en que los trabajos de la vida me han llevado a tener que tratar con el running, moda multitudinaria que me era absolutamente ajena hasta anteayer. Sí, había visto a alguna persona vestida de submarinista de mil colores con zapatillas imposibles corriendo por las aceras, incluso he coincidido en el ascensor con alguna joven y bien formada vecina de estas características (aunque ya digo que, como la lotería, no me ha tocado nunca), pero pensaba que era una rara afición. Al final yo, que soy el único normal, voy a resultar el raro (no sería de extrañar, pues “raro” significa “infrecuente”, y paradójicamente lo infrecuente hoy día es encontrar a personas normales).

Creo que voy por las ramas. O por los paréntesis más bien. El humor reside en los paréntesis, en los comentarios, las digresiones, el juego, lo accesorio. Pero voy a ir al grano, que querrán ustedes irse a la cama.

Por alguna razón la palabra “felicidad” me resulta vana, superficial, frívola, simplona y ñoña, y probablemente la razón está en la mercantilización que se hace de ella, según denuncia Toño. Aunque por otro lado el “bienestar” me parece una meta pobre; en realidad no me parece una aspiración, sino simplemente una circunstancia. Si “Yo soy yo y mi circunstancia”, la felicidad (¿puedo decir mejor “plenitud”?) compete y es responsabilidad del yo, mientras que el bienestar sería una característica sobrevenida para la circunstancia. Cuando te toca la lotería (o tu vecina) puedes tener bienestar; la plenitud, según yo la entiendo, no puede depender de eso.

Por lo antedicho, me he sentido muy reconfortado cuando Toño, con la autoridad de su conocimiento filosófico y de su investigación periodística, ha ido desmontando uno por uno los distintos tinglados armados en torno a la felicidad. Desde los vendemotos que se hacen de oro redefiniendo perogrulladas, hasta el mitificación de las huidas en forma de viaje. Yo soy más de los de Pascal cuando decía aquello de que “Todas las desgracias del hombre se derivan del hecho de no ser capaz de estar tranquilamente sentado y solo en una habitación”. No tengo el tema de la quietud dominado, pero me interesa. Sobre todo, por lo barato. Siento, por ello, que el autor pasa demasiado de puntillas por la opción del retiro del “Beatus Ille” horaciano, aunque entiendo que no es igual fray Luis de León que un neojipi del siglo XXI.

El que esto escribe, carne de cañón para todo tipo de nichos alternativos, ha podido leer con una sonrisa los capítulos referidos a las mil y una dietas (¡Toño, se te ha olvidado la “primal”, la dieta que aboga por comer sólo carne y fruta, como nuestros antepasados!), y el recorrido por los mil y un yogas (qué paradójico y sospechoso que una disciplina que pretende la unidad con el todo se haya descompuesto en una multiplicidad caleidoscópica de yogas con apellidos; ¡hasta hay uno tipo sauna que se practica a 40 grados), pero me he sentido pillado in fraganti en el capítulo terapéutico. Sí, lo confieso: voy a un homeópata. Reconozco que cada vez que explico en qué consiste la medición organométrica trimestral que me hace me siento un poco Cospedal hablando de la liquidación de Bárcenas. Pero se trata de un médico. Médico médico con su título de medicina, capacitación para recetar y el sentido común de saber que un antibiótico a tiempo puede ser menos malo que unas fiebres altas continuadas. Y además, el efecto de la acupuntura sí lo puedo atestiguar. Y además, lo conozco desde hace mucho tiempo y se ha ganado mi confianza. Y además… ¡que a mí me vale!

Pero la felicidad no me la da él. Ni el dibujar, que me gusta mucho. Ni la lotería que no me ha tocado nunca (todavía), ni el dinero que tengo ni el que no tengo. Tampoco leer este libro, que ha sido muy estimulante intelectualmente. La felicidad, para mí, reside más en aspectos estudiados por otros hombres más sabios que yo que también han tenido su huequito en el libro. Tener un norte y dotar de un sentido a la vida, no esperar nada, evitar los deseos y dejar de sufrir. En resumen, me autocito: Encontré el oasis al descubrir que no hay oasis, 



miércoles, noviembre 11, 2015

A MÍ CHIQUITO ME COGÍA EL TELÉFONO. 3ª ENTREGA: EMILIO SE LEVANTÓ

Desde niño, he tenido mucha afición por el humor. Casi no sabía ni leer y ya buscaba en las páginas del ABC la tira cómica de Cándido que firmaba Mena. Cándido era un hombrecillo delgado y con tres pelos, de trazo muy sencillo, y sus historietas, como su propio nombre indica, eran de un humor tan blanco e ingenuo, tan infantil que resultaban casi poéticas. Ocasionalmente, encontraba alguna referencia que no era capaz de procesar y me rebelaba y protestaba: ¡No lo entiendo!, y me lo tenían que explicar. Pero ya no era lo mismo.
Me gustaba mucho también Mingote, Forges (¡cómo no!) a quien conocí en libro antes que en prensa… y también en persona. Recuerdo que en una evaluación de Pretecnología en que tuvimos que hacer un puzzle de madera, donde otros escogían motivos más realistas o cualquier dibujo sin más, yo cogí un chiste suyo, con su bocadillo y su texto.
Chistes escuché muchos, muy graciosos, de mi tío Juan Antonio, marido de mi tía Merche y hermano político (o cuñado carnal, como prefieran) de mi padre. Siendo así, un tío mío, encarnó un poco el papel de abuelo. Grande, calvo, con una gran barba blanca, ingenioso, con un tremendo acervo de anécdotas y chistes que contaba con su suave acento canario y se convertía siempre en el alma de las reuniones de adultos en las que trataba de quedarme callado sin hacerme notar. Su paciencia al leer mis tonterías de doce años me alentó para escribir.
Y mi gran descubrimiento, aquel a quien más llegué a admirar nunca, fue Jardiel, Jardiel Poncela, don Enrique, de quien mi madre tenía un pequeño librito en papel biblia, y encuadernado en piel, un “crisolín”, como los llamaba Aguilar, la firma editora. “Para leer mientras sube el ascensor”, se titulaba, y era un cúmulo de artículos breves, cuentos, máximas, de lectura poco exigente (podías leer sólo dos páginas, cinco o cincuenta según el tiempo que tuvieras), pero de escritura impecable y de una calidad humorística absolutamente aristocrática. Me llevó también mi madre por primera vez al teatro a ver una obra suya, Los habitantes de la casa deshabitada, en el teatro Infanta Isabel. Salió una colección de Obras completas que vendían en el Corte Inglés, de una sola vez o volumen por volumen, y los compré así, de uno en uno, cada vez que ahorraba un poco, con pagas no gastadas o dinero de cumpleaños, hasta que de los seis tomos me faltó sólo uno, el número 3 que misteriosamente nunca más encontré en ninguno de los centros, aunque siguieran quedando los otros cinco.
La tele también me dio de reír, que yo fui un niño de tele. De los chiripitifláuticos, los payasos, un globo, dos globos, tres globos, y cuántas cosas más. Me divertían, ya ves tú, los diálogos absurdos de Fofó y Miliki, y sus “Aventuras”, pequeñas historietas en que indefectiblemente, los payasos acababan haciéndole la pascua a un pobre señor calvo a quien llamaban señor Chinarro (y creo que era su apellido real), y como colofón final éste se ponía a perseguirlos en círculo alrededor de su mesa ad infinitum. Al cabo de los años, al equipo de  Gabi, Fofó, Miliki y Fofito, se incorporó un nuevo payaso, joven, alto, y mudo, que sólo se podía comunicar con un cencerro y al que llamaban Milikito. Supe después que eso de no dejarle hablar era una especie de prueba, de paso previo en el escalafón gremial de los payasos. O sea, una especie de castigo para el cómico, e indirectamente para los espectadores, porque yo francamente no le veía la gracia.
El mismo personaje, sin embargo, años después, despojado del maquillaje, el camisón rojo y la chistera en la cabeza, protagonizó un programa de sketchs que para mí fue mítico. Para un adolescente ávido de humor e ingenio, esto era un banquete. Nunca había visto nada igual: un gag detrás de otro, sin concesiones a presentaciones, entrevistas ni rollos parecidos. “Ni en vivo ni en directo” se llamaba. Su protagonista se convirtió en mi ídolo. Luego supe que los que fueron mis primeros jefes habían sido antes los guionistas de este programa. Ningún trabajo como la tele para ser a la vez trabajador y fan de tu programa o de tus compañeros.
Digo que fui fan, pero dentro de un orden, claro, que no pegaba fotos suyas en mis carpetas. Tampoco las pegué, claro, de Les Luthiers, cuando me descubrieron textos suyos por escrito, o grabados en una cinta que alguien me prestaba para escuchar en un radiocasette que me prestara otro.
Valga todo este preámbulo para que puedan ponerse en la piel de mis veintiún años cuando trabajaba en una empresa creativa que organizaba acciones de imagen corporativa, como edición de folletos, de calendarios, organización de eventos, etc. La hora de salida de los curritos era las siete de la tarde, pero como a esa hora nuestros jefes solían estar reunidos, la costumbre era tocar la puerta del despacho, asomar la cabeza y confirmar que nuestra presencia ya no era necesaria: “¿Necesitáis algo?”. Y si este era el santo, la seña era “No, gracias, podéis iros”, con la que ellos cumplían su parte del protocolo.
Era frecuente que les visitara alguna persona importante o un artista reconocido a quien quisieran embarcar en algún proyecto. Normalmente, podíamos saber que había venido alguien porque lo hubiéramos oído, pero los despachos de los jefes estaban a la entrada, con balcones al parque del Retiro, y desde donde yo estaba no se veía entrar a nadie. Por eso, me imponía más ver a estas presencias extrañas. Solían incomodarme, no digo que por su voluntad, pero yo me hacía la idea de estarles interrumpiendo, y al verles de espaldas o en escorzo, muchas veces sin mirarme y otras como estudiándome, pero siempre en silencio, sólo quería desaparecer y que me tragara la tierra. Mi deseo se cumplía seis pisos de ascensor y dos de escaleras mecánicas después, cuando tras apenas cinco minutos me veía ya en el andén de la estación de metro de Ibiza.
Una tarde los visitó Emilio. No sé si Rosa, la secretaria, nos lo adelantó o si fue una sorpresa absoluta. Igualmente lo fue mayúscula. Llamé, asomé la cabeza para pedir permiso para marcharme, y lo vi, sentado en una butaca pequeña, de espaldas a la puerta.
Muchas personas pueden asombrarse de la buena estrella de que disfrutan otras, unas pocas que parecen tocadas por la magia, pero las cosas no son casuales. Digo esto porque el comportamiento que vi en Emilio no lo había visto hasta entonces en ninguna otra visita, y aun hoy me parece sorprendente. Emilio, un artista razonablemente famoso, con un curriculum que incluía una nominación a los premios Emi de televisión, se volvió a mirar quién había entrado, vio a un subalterno con rango de becario o meritorio, pidiendo permiso tímidamente para poderse ir en tres segundos, y en lugar de dejar pasar el tiempo y retomar su charla, se incorporó de su asiento, se levantó y se acercó a mí, tendiéndome la mano, y se presentó.
Me quedé desarmado. No tuve, claro, los reflejos de presentarme yo por mi cuenta, de identificarme como admirador de su programa “Ni en vivo ni en directo”, ni de pedirle una foto ni un autógrafo (no he pedido ninguno en mi vida, salvo a Arévalo, por unas circunstancias que ya contaré). Pero ese gesto me dijo de él mucho más de lo que me haya dicho ningún programa que le haya visto presentar.
Esa fue una reunión previa al proyecto de “Saque Bola”, un concurso de chistes que realizamos para Canal Sur, en su parrilla de estreno en 1989, que presentó Emilio, y que se convirtió en el programa estrella y abanderado de la programación durante casi dos años. Pero eso es otra historia.

Ah, perdón, que igual no saben de quién les hablo, que no he dicho el apellido. Aragón, se llama Aragón.