miércoles, agosto 31, 2022

BREVES DE UN LARGO VERANO: VERANO DE CRISTALES

Parece que los cristales y sus colores – los que lo tengan – influyen mucho en nuestra percepción de la vida. Mis gafas han sido las redondas de siempre en este par de meses que, profesor repelente como soy, se me han hecho largos. Quizá la forma circular de las lentes me haga parecer que siempre vuelve uno a un punto de partida sin avanzar. No me quejo, ha tenido algo mi verano como de película francesa, lenta y de poca acción, pero estética y con diálogos interesantes. Hace un par de fines de semana, sin irme más lejos, asistí a un concierto de música clásica (piano y voz) en el cuidado jardín de un antiguo hotelito reconvertido en academia de música, en la zona noble de San Rafael. Me han faltado, eso sí, una Clara con su rodilla o una playa con su Pauline.

El cristal que sí me ha hecho ver la vida de un modo distinto ha sido el parabrisas de mi coche, amanecido estallado una mañana de sábado de primeros de julio, quien sabe si por vandalismo o accidente, y cuyo repuesto quedó marcado en el taller como “sin fecha”. Por suerte, ni me restaba visibilidad ni he viajado apenas, pero no he podido evitar sentirme como mal vestido al volante de un auto que mostraba su herida sangrante tan a la vista.

Otro cristal: el del baño. Si en casa del herrero, cuchara de palo; en la del cuñado del mamparista llevan años colgando cortinas de baño de plástico que, desde luego, tardo demasiado en cambiar. Por eso, y un poco aprovechando este verano tan de quedarme en casa, por fin me he decidido a poner mampara. Por el empaque que le da, más que nada. Pero, si la luna de mi coche no la mandaban, la de mi bañera sí la enviaron… y se perdió. Nada de importancia para quien, como yo en verano, dispone de todo el tiempo del mundo. Lo cierto es que este cristal sí ha cambiado mi mundo. Parece todo mejor armado, más estable y menos provisional.

El último, el de mis gafas propiamente dichas. Ya me libré un día de que me colocaran un tratamiento antiojeras levantándome de la silla donde llevaban cinco minutos aplicándome una crema en promoción a solo quinientos euritos (algún día tendremos que hablar de los diminutivos). Son los riesgos de pasear por el barrio de Salamanca. Pero hace solo unos días me cazó una vendedora: me pidió las gafas, me dijo que qué sucias, le aplicó un espray con aloe vera con sumo cuidado y me presentó el cristal, nítido como recién salido de fábrica. Siguió con el otro, me pidió el reloj, le puso una crema antiralladuras, le frotó un paño y salió negro, y finalmente lo sumergió en un recipiente con motor lleno del mismo espray verde con que había limpiado las lentes. Que te enseñen que llevas tus joyas llenas de roña desarma a cualquiera, pero yo soy un cliente difícil. ¿Cuánto valía el botecito mínimo de 50 ml? 15 euros. El que lleva cuatro veces más, 20. Ya iba a irme, cuando me hizo la oferta que no podría rechazar; el pequeño, para probar, 10 euros. Han pasado unos días y estamos muy lejos en la distancia para que puedan ustedes ver la cara de primo que se me quedó al llevarme esa enanez que ya he dejado de usar.

Pero a día de hoy veo la vida con limpieza y claridad. Todos los elementos van encontrando su lugar y, sobre todo, su fecha: la vida se ordena, todo es armonía. Hoy la tierra y los cielos me sonríen; hoy llega al fondo de mi alma el sol. El taller Darma ha traído la luna para mí. Ese parabrisas aplazado al menos hasta septiembre, ha llegado adelantado, y hoy mi coche luce por fin como un traje nuevo. Hoy creo en Dios.


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