jueves, agosto 31, 2006

NO TENGO CALOR

Para rabia y envidia de mis conciudadanos madrileños colegas en rodriguicia agostera y aun a sabiendas de que puedo ganarme una justificadísima bofetada, declaro con osadía que no tengo calor. Reconozco que lo hace y, en cierto modo, lo capto, pero no me mueve a queja ni a lamento ni a respiración fatigosa siquiera. Y si noto la espalda empapada en sudor, lo achaco, claro, al calor, pero como si éste fuera una circunstancia periférica de escasa importancia. O mejor, como el inevitable defecto que se disculpa al amigo sin siquiera mencionarlo.
El verano es, en efecto, nuestro amigo, y sudores y mosquitos son esos pequeños inconvenientes que hay que saber pasar por alto, so pena de vernos privados de su amistad para siempre. A mí a veces me pregunta esta estación "¿tienes calor?". Y, aunque podría contestar un agónico "sííííggg" con voz de asfixia para crearle mala conciencia, prefiero sobreponerme y, sin llegar a mentir, ofrecer un discreto "un poco". Como cuando el amigo lleva media hora anclado en los prolegómenos de la historia que te quiere contar y de pronto se inquieta - "a lo mejor me estoy poniendo un poco pesado" -, y uno le tranquiliza con un "No, no te preocupes". Pues con el verano igual. "¿Calor? Sí, un poco, pero lo normal, no es ni para mencionarlo".


Debo apuntaros una cosa a este respecto. He observado que cuanto menos te quejas del calor, menos lo notas. El indiscreto que confiesa abiertamente "estoy sudando" (qué innecesario, además), destila gotas más gordas y en mayor cantidad en el momento de decirlo. Decid "qué calor hace" (o qué calor azo, que viene a ser lo mismo), y el propio calor al oírlo se hinchará de orgullo y se le hará mayor.

Y no es sólo eso. Asiste a mi argumento una razón moral. Algunos no me conocéis personalmente, pero enseguida os pongo en situación. Soy un delgadito sin reservas calóricas y me paso el invierno encogido en un ovillo como queriéndome hacer de lana para resguardarme del frío. Los días en que me destemplo ya podría ponerme encima el doble de mi peso en jerseis, y seguiría temblando. Paso mucho frío en invierno. Frío de tiritar, de no quitarme a veces la bufanda ni siquiera en interiores; de quedarme sentado temblando de miedo al frío y de frío propiamente dicho. Entonces sueño con el calor y anhelo la llegada de la primavera y más aún del verano, y me declaro friolero cuando me preguntan, y afirmo, si se plantea la cuestión, que soporto mejor el calor que el frío. Dónde va a parar.


Dicho esto, ¿qué clase de hombre sería, qué sinvergüenza incoherente o inconformista gruñón, si al llegar los rigores del verano, tan deseados, me empezara a quejar? No, señores. Si opto por el calor, cuando viene lo acepto. Y si es fuerte, lo aguanto, y si es insoportable, lo soporto con entereza. Sobre todo, eso: no perder la compostura y la dignidad. Nada de doblegarse ante el clima. Cuerpo firme, sudor controlado y sonrisa impertérrita de eterna gratitud al sol, por el buen tiempo.

Preguntadme, os reto, con malicioso retintín, sin queréis, "¿no tienes calor?". Entonces me volveré y, sin sombra de duda ni de sufrimiento, con un abierto contento que todo lo acepta (y lo que no lo disimula), que, por cierto, interpreto muy bien, contestaré "¿Calor? No. No tengo calor".