Hace mucho, cuando trabajaba regularmente, tirando a mal, y a destajo, estaba tan absorto en mis horarios, mis tareas, los programas, que me desorientaba cuando de pronto tenía un día libre. Hace menos, empecé a descubrir el paro ocasional. En primer momento lo tomaba como un merecido descanso y reconocía el carácter de maldición bíblica que tiene el trabajar por necesidad. Qué bueno sería, pensaba, no tener que trabajar y hacer sólo lo que me gusta. Pero no sé qué se acababa antes, si el dinero, la tranquilidad o el saber lo que me gusta, y me sentía como un adolescente que no sabe qué hacer con su vida. Me agobiaba con facilidad y veía que sí, qué ojalá algún día pudiera hacerlo, pero de momento no me lo merecía.
Ahora ya no me aburro y sólo ocasionalmente, un día que otro y no todo el día, de pronto estoy que me subo por las paredes. Lo que ha cambiado no es que me haya convertido en el hombre araña, porque eso de subirse por las paredes es metafórico. Pero tal vez puede que quizás por un momento pueda empezar a aflorar algún merecimiento por mi parte para acceder a esa dolce vita, no de far niente, sino al contrario, de fare tutto, de no parar de pensar, escribir, dibujar, arreglar futbolines... jugar. No estoy muy seguro de ello, porque el Universo no suele dejar cabos sueltos, y aquí veo que se le está olvidando algo. Sí, Universo, ¡el dinero! ¿Qué pasa con el dinero? (Pongo la mano en la oreja a modo de trompetilla) ¿Cómo? ¡¿Que me busque una rica heredera?! Será una broma, con lo mal que se me dan las mujeres. Creo que de momento tendré que seguir con mi estrategia: buscar trabajo y hacer lo que Sidharta decía que sabía hacer: meditar, esperar y ayunar. Y si no, ayunar, al menos desayunar tarde.
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