martes, marzo 19, 2013

TÍO Y MÁS

Dice el refrán que a quien Dios no da hijos el Diablo da sobrinos, y a mí ha dado nueve, que son una bendición. Sobre todo porque no quiero ni pensar que, en lugar de sobrinos, tuviera nueve hijos.

El jueves pasado, uno de ellos cumplió los dieciocho, esa mayoría de edad precoz que otorga nuestra ley. En medio de la crisis se constató la abundancia: de familia, de amigos, de cariño, de esfuerzo y de agradecimiento. Su madre, mi hermana, y su padre, con la participación de abuelas, hermanos, cuñados y amigos, convirtió su día en toda una fiesta sorpresa, una gymkana de acontecimientos que hizo que el pobre Diego por poco alcanzase a la vez la madurez y su primer infarto.
 
Por no exagerar, diré que fue una comida sorpresa en casa, adonde acudimos sin que él lo supiera, todos los familiares y amigos que pudimos, y por la tarde, calmada ya la expectativa de festejos, nos encontró a todos otra vez para jugar un partido de futbito en un polideportivo al que había ido con su padre con la excusa de reservar pista de tenis. Confieso haber sido el inductor de esta segunda ronda, pensando en su afición por el deporte y en el recuerdo de mi propia experiencia en este juego. Hacía ya cerca de tres años que no me ponía bajo los palos, pero aún podía rememorar el disfrute infantil de parar balones. Cuando me sentí agotado con los primeros tiros en el calentamiento, supe que había calculado mal mis fuerzas. Mi sobrino se recuperaría de la emoción a la mañana siguiente; yo empiezo a respirar de nuevo justo esta tarde. Dieciocho ya... ¡nos hacen mayores!
 
El cumplir años, al fin y al cabo, es ley de vida: el tiempo pasa. Lo malo es lo de la otra. Sí, la mayor, que nació cuando yo aún no había cumplido los catorce, y me hacía ilusión ser un niño-tío. Lo suyo no tiene perdón de Dios. Vale que terminen una carrera, vale que estudien oposiciones, que tengan novio, que se casen... Todo eso está bien, que hagan su vida, que se diviertan. ¿Pero que me vengan con que van a tener un hijo? Así, sin preguntar ni nada.
 
Yo no estoy preparado para eso. Me va a convertir para su hijo, sin yo comerlo ni beberlo, en un pariente lejano y mayor, un extraño de barba blanca, de cuyo cariño recelerá si soy afectuoso, y cuyo trato evitará si me vuelvo hosco. Nunca llegará a entender muy bien del todo cuál es el parentesco que nos une (mala cosa es cuando una relación no se puede expresar en una sola palabra) y ni yo casi me atrevo a formularlo, como si fuera una extraña enfermedad, pues siento que me caen a plomo veinte años más, de pronto, y se llevan por delante, lo primero, los cuatro pelos que aún aguantan en vanguardia, en velado tupé.
 
Tengo a mis abogados investigando si puedo rechazar el cargo, pero me han adelantado que no es fácil. No me miren así, que les veo, ni se atrevan a juzgarme. No exagero ni un poco, esto es un drama. Pónganse en mi lugar. Una cosa es ser tío, ¡pero tío abuelo...!
 

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