miércoles, junio 12, 2013

LOCOS MEDIOS DE MOCIÓN

LA CONTRACICLISTA

Probablemente se trate de una de las visiones más poéticas que se me hayan presentado últimamente. Una chica joven, creo que delgada, no me fijé mucho, no debía ser muy para fijarse, subía a la acera en sentido contrario al tráfico montada en su bicicleta de ruedas grandes, de esas que llamamos de paseo y que se han convertido en especie en vías de extinción por la aparición de esa atrocidad de "mountain bike" depredadora. Creo que no llevaba casco. No, no lo llevaba. Con casco, la imagen nunca hubiera llegado a poética, se habría quedado en pintoresca, extravagante o simpática, a lo sumo. Lo cierto es que hasta el momento ni siquiera llega a eso, ¿verdad? Una chica poco llamativa en bici, sin casco, delgada pero de gemelos presuntamente musculados. Lo importante no es eso, sino el coleo, porque tras la bici iba un remolque, que ya me dirán cuándo han visto ustedes una bici con remolque, y sobre el remolque, como un envite a la sorpresa, la enorme y rígida funda de un contrabajo completando una estela de más de cuatro metros entre bici, ciclista, remolque e instrumento. En difícil equilibrio entre la cursilería francesa de Amelie y un rigor germánico ecologista, la caravana escapó a mis espaldas sin yo volver la vista atrás para retener su imagen. La foto estaba hecha.
 
LA SILLA ELÉCTRICA
 
La silla eléctrica, como tal, a pensar de ser un mueble paradójicamente inmóvil, es incuestionable que es un medio de transporte tremendamente eficaz, pues facilita un traslado muy dífícil y delicado: el tránsito de la vida a la muerte. No es un elogio, por supuesto; es un dato. Pero no es de esta silla eléctrica de la que quería hablar sino de esa otra, como motito de cuatro ruedas con manillar, en la que se desenvuelven nuestros más modernos ancianos. Las pocas que había visto hasta ahora eran de estética sobria y lento movimiento, casi como la maquinaria pesada industrial que acompaña su funcionamiento con un avisador acústico monocorde y desagradable, en plan: "cuidado que voy, cuidado que voy, cuidado que voy...". Pero ayer vi uno de estos aparatos como quads de andar por casa a pleno rendimiento. Cruzando la calle de Francisco Silvela de lado a lado, entre oleadas de peatones, una simpática viejecita ponía la directa y, melena al viento, apisonaba inmisericorde el paso de cebra a no menos de veinte kilómetros por hora, arrollando y adelantando a su paso a todos los viandantes sin "cuidao que voy" que valiera. Quién tuviera una de esas para cruzar la Castellana entera de una sola vez.
 
APARCO Y MIENTO
 
Hace un par de días tuve que coger el coche por un recado y aparcar en zona verde un rato. Me quedé en el coche esperando. Los agentes no suelen multarte si estás en el coche. En cualquier caso, te avisan, y ya te vas. Me preparé una excusa por si acaso, que me había detenido un rato porque me había mareado. Pero no pensé que hiciera falta. En efecto, así fue: pasó una agente, me vio, y pasó de largo. Sin embargo, al rato, vino otra (¿quizá avisada por la primera?) e, ignorando mi presencia, miró la matrícula y empezó a escribir en un cuaderno. Salí del coche a preguntar si me estaba tomando nota, me dijo que sí, y yo saqué mi excusa. "¿Quiere que llame al Samur?", me retó. "¿Me voy?", le dije yo. Evidentemente, antes de que me pongan una multa, desaparco el coche. "Si se encuentra usted mal, llamo al Samur", insistió ella, sin ninguna preocupación aparente por mi salud. No tuve los reflejos de explicarle que la que me estaba poniendo enfermo era ella, pero aguanté el tipo: "Hombre, para llamar al Samur no creo que sea". Finalmente cedió, me pidió que pusiera los intermitentes y se fue.   
 
Le dan ganas a uno de preguntar: ¿Es usted del Servicio de Aparcamiento Regulado? Pues apárqueme el coche, hágame ese servicio.
 
... E INSULTO
 
A la guardia, por supuesto. Para mis adentros y entre dientes, pero de forma expresa también (dentro de los límites de la cabina cerrada del coche) cuando busco aparcamiento y el que circula delante de mí me quita un sitio. Me acuerdo de su madre, le pinto atributos caprinos y lo emparento con el mismísimo diablo. Y si el coche es grande, lujoso y bien lavado, le echo en cara que no se gaste el dinero en un parking y nos quite las escasas plazas de la calle a los pobres. Lo digo, lo pronuncio, lo grito a media voz y sin mucha vehemencia, sin pensarlo de verdad, y así me desahogo. Ayer me pasó. Era de esperar. Entré por una calle detrás de tres coches. Al llegar a la esquina, el que tenía delante dobló a la izquierda. Los otros habían seguido recto. Giré yo también. Esperaba que mi predecesor fuera a meterlo en un parking que hay a la vuelta, pero no. Había un hueco en batería a la derecha, y allí plantó sus cinco metros de flamante berlina azul. Y yo inicié mi protocolo de descarga. Diez metros adelante, a la izquierda, había un sitio en línea, y aborté mi letanía de maldiciones. Cuando comenzaba la maniobra, vi llegar a otro coche, y esperar. Si estaba buscando sitio, esta vez me había adelantado yo. Me apareció cierta sádica maldad y, al instante, me acordé de mi mismo hacía un minuto. Sin duda alguna, el conductor de atrás estaba pensando en mi madre. No pude reprochárselo y, sintiendo cierta empatía, sonreí. Al fin y al cabo, ya tenía el coche aparcado. Era feliz.

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