viernes, noviembre 20, 2009

LA PELUQUERÍA CHINA

Hace cosa de un año pensé que ya había encontrado, por fin, mi peluquería cuando descubrí “La Moderna”, con su aspecto clásico y elegante, su aire tradicional, sus asientos de cuero rojo y la seguridad que transmite su especialización en caballeros. Pero algo no me gustó en mi último corte, cuando el peluquero me atendió sin barrer antes del suelo la pelambre muerta del último cliente, o de clientela anterior, porque para mí que eso era mucho pelo para un solo hombre. Expongo estos antecedentes para que no piensen ustedes que soy un veleta picaflor de barberías que se corta el pelo con el primero que pasa. Yo quisiera ser fiel a una única peluquería buena, bonita y barata, pero no la encuentro.


Cuando héte aquí que, unas semanas atrás, me dan en mi barrio un papel anunciando la inauguración de una peluquería unisex. Eso no es en sí una ventaja. Las mujeres van más que los hombres a la peluquería y, si tenemos que compartir la atención, es frecuente que haya que esperar turno o, incluso, pedir hora, lo que va contra mis principios. Yo tardo en decidirme a cortarme el pelo, pero cuando me decido y encuentro el tiempo, tiene que ser en ese momento. Además, es sabido que en las peluquerías ambisexuadas, los hombres nos dejamos menos dinero que las mujeres y, por tanto, somos clientes de segunda. Sin embargo, dos detalles despertaron mi curiosidad. Uno, que tanto el repartidor como el nombre del local eran inequívocamente chinos, y dos, que los precios eran ostensiblemente baratos. En días posteriores tuve ocasión de localizar el negocio, constatar su buen aspecto, y tomar nota de que está atendido por mujeres. Esa experiencia no me la podía perder.

Podría haber esperado un poco más, pero ya se cumplían más de tres meses y mis puntas comenzaban a hacer volutitas sobre las orejas. La expectativa de una incierta entrevista de trabajo próximamente, y la posibilidad de que, de pronto, no vuelva a disponer tan alegremente de mis días, me terminó de empujar.

Premeditadamente no me lavé la cabeza, para acceder a la tarifa 2 de caballeros: lavar y cortar, 8 euros. Al entrar al local, en primer término, una china joven y atractiva le hacía las uñas a una clienta. A la derecha, otra, con el pelo teñido de tono rojizo con las piernas separadas y detrás de una mujer, parecía estar montada sobre su espalda tratando de domarla. No era así: estaba sentada en otro taburete. Aunque igualmente parecía que trataba de domarla. Una tercera chica, algo más mayor que estas dos, terminaba en ese momento con su clienta, y se dispuso a atenderme. Parecía haber entendido perfectamente que quería lavarme y cortarme el pelo, pero me invitaba a sentarme frente a una mesa sin lavabo que me desconcertaba. Obedecí y encontré que la orden era correcta: me puso el campú sin mojarme la cabeza, y luego, con un botecito de agua, me fue echando chorritos para hacer espuma. La temperatura del agua y el tacto de las manos eran igualmente fríos. La chica se entregaba a su trabajo con dedicación, pero en lugar del suave masajeo capilar que uno esperaba, me estaba dando unas friegas tan fuertes y enérgicas que casi parecería que quisiera sacarme la cabeza de los hombros. Yo suspiraba por que terminara el lavado, pero, al no ver una triste pila delante, no tenía ni idea de cómo pensaba aclararme o si, simplemente, pensaba retirarme la espuma con la toalla.

Mi peluquera por fin dejó de sacudirme el cráneo y empezó a secarse las manos en la toalla que tenía sobre los hombros. Quizá con demasiada fuerza, pues sus manos penetraban en mi espalda. Al tercer frotamiento, me di cuenta de que no era accidental. Seguía haciéndolo igual, y continuaba sus manipulaciones más abajo, haciéndome separarme de la silla para poderme masajear toda la espalda. Mis recelos me impedían relajarme. ¿A qué venía tanto sobo? ¿Acaso era un servicio extra con el que redondear al alza el precio del corte de pelo? ¿Pretendería ofrecerme, como hace poco leí en las noticias, un "final feliz"? Dudé incluso si enfadarme, pero, entre lo mal que me sale y que el brusco zarandeo no me resultaba del todo desagradable, me conformé con un gesto de sorpresa, encogiendo los hombros y volteando las manos hacia el cielo en búsqueda de explicación. La peluquera masajista, a por uvas, siguió a lo suyo, pasándose ya al plano personal en la conversación (como no podía ser de otra manera a estas alturas): "Mu delgado tú", "mucho hueso", dijo. Se rió, y pasó a darme golpes con los cantos de las manos en la zona dorsal de la espalda.

Ahora ya sé lo que siente un coche al pasar por un túnel de lavado, pero, como todo llega, también mi paliza terminó y me pasó a un lavabo que estaba tras una columna. Allí, en dos segundos, me vertió agua calentita del grifo sobre mi espumoso pelo. Por fin algo se aclaraba en mi cabeza. Pero, como parece que se había propuesto convertir un simple corte de pelo en una gymkana alegórica de la vida, no podía brindarme dos estímulos positivos seguidos. Tras el acalarado, vino el secado, con una toalla que olía no sé si a gambas o a esas empanadillas chinas que no me gustan ni en los restaurantes. ¿Dim sum se llaman?

Con la toalla me pasó, ya sí, a la silla de cortar, donde mi simpática amiga quiso emular el modo occidental de cortar el pelo: dando conversación. No soy yo muy partidario de ello, pero al menos no hablamos ni de política ni de fútbol. Mi maternal peluquera se interesó por si yo comía bien, pues le parecía que debía de comer poco, me preguntó si tenía hijos y, a renglón seguido de decirle que no, dedujo que estaba soltero (¿por qué no podría yo estar casado y no tener descendencia? Me intriga esta china), investigó si tenía novia y, al saber que ni siquiera, ya entró a saco a aconsejarme que me buscara una chica para que me diera bien de comer. Yo un poco protesté, diciéndole que yo mismo me cocinaba y que comía bien, pero no quise insistir demasiado. Tal vez quería presentarme a su sobrina Mari-Lí y no quería yo quitarle las intenciones. Vanas ilusiones las mías.

En unos momentos, todo pareció embarullarse. Una china hablaba por teléfono en su idioma, al poco entraba un chino macho en el local, y se ponía a hablar con mi peluquera. Terminaban y al rato la china pelirroja se acercaba a nosotros y se sentaba en la encimera a charlar con ella y echar unas risas animadamente. Juan Liverpool, Lover, Luismi de La Tira y todos los fans de Seinfeld me entenderán si les digo que me sentí como Elaine en el episodio de las manicuras coreanas. Afortunadamente, pude controlar mi susceptibilidad.

Entre tanto, mi china preferida me cortaba el pelo, sin prisa, pero sin pausa; sin pausa... pero sin ninguna prisa, y pasándome el peine por la cabeza como si quisiera ararla para plantar patatas. ¿Por qué en mi imaginación me había elaborado la absurda idea de que una peluquera china sería suave y delicada? Y lo peor es que no terminaba nunca. Llegó un momento en que me preguntó: ¿Así ya? A mí me parecía que no se me podía cortar más el pelo y le dije que sí, deseando irme, pero ella, perfeccionista hasta la exasperación, volvió a retocarme alrededor de las orejas y a cincelarme toda la cabeza con el peine. Paso por alto el detalle desagradable de que, de vez en cuando, me parecía percibir el olor de su aliento y me hacía añorar el de la toalla que olía a gambas. Y no dejaré de mencionar el alivio que sentí cuando, por el espejo, vi en el extremo opuesto de la peluquería, a la china pelirroja propinándole a una nueva clienta un masaje similar al que había recibido yo antes. Parecía, pues, que era una gentileza de la casa para todo el mundo.

Finalmente, todo terminó, y bajé de la silla como quien baja de la noria del parque de atracciones, aunque aún me esperaba cualquier cosa a la hora de pagar. Pero no, fueron los ocho euros que marcaba la tarifa. Ese fue, seguramente, el único punto en que se cumplieron mis expectativas. Pero no me arrepiento: en mi anodina vida, pude vivir en menos de una hora, toda una montaña rusa de emociones: de la sorpresa al desconcierto, pasando por la diversión, el agrado, el disgusto, el placer (poco) y el dolor (pequeño). Como Lope, diré “quien lo probó lo sabe” (y si no, ya se enterará). Aunque no sería del todo sincero si ignorara un cierto sentimiento de pérdida de inocencia que me invadió al salir. En mi corazón rondaba ya la idea vaga de que tampoco será ésta mi peluquería definitiva.

No obstante, no descarto volver.

5 comentarios:

juan dijo...

Qué capítulo aquel de Elaine y la manicura, con el padre de George haciendo de traductor...

Pese a que algunos no quieran reconocerlo, la verdad es que todos tenemos unas vidas Seinfeldianas. Eso sí, la tuya parece guardar algún paralelismo más que las de los demás...

Anónimo dijo...

Te estás superando, Álvaro, buenísima crónica, en la linea del mejor humorismo. Me ha encantado.

Anónimo dijo...

Gran post, pardiez.

Si le sirve de consuelo yo tampoco he encontrado mi peluquería.

Mi (próxima) experiencia peluqueril será con el amigo (gay) estilista de una amiga de mi novia.

A esto hemos llegado.

Alberto

Álvaro dijo...

¡Qué valor, Alberto!
Y sí, sí me sirve de consuelo que tú tampoco hayas encontrado tu pelquería. (Ya decía yo que no te podía gustar hacer de Alfalfa).

Gracias, Carlos. Lo bueno es que, aparte de un poquito de subjetividad que le haya metido, todo es absolutamente cierto.

Juan, yo creo que el más seinfeldiano eres tú. En concreto, el más georgeconstanziano.

lover dijo...

Te entiendo, Alvarito, yo ya encontré mi peluquería para toda la vida, y es un descanso mental, un relax para los sentidos. Es esa sensación de "sí, el mundo se está viniendo abajo, pero yo tengo mi peluquería de confianza".

Cuanta gente, no te digo ya millonarios, presidentes de gobierno, banqueros de postín y de botín, me envidian seguro!!