martes, abril 15, 2014

¡ME HAN PASADO A BOLI!

Qué regresión a la infancia ayer.

En la sesión de dibujo con modelo, Gema, una de las profes de Matiz, me dijo que dejara ya el lápiz y me animara a usar el rotulador. Estamos hablando de hacer un dibujo del natural en poses que ayer fueron de 5 minutos; de no poder borrar para corregir y obligarme a hacerlo bien a la primera o dejar para siempre la marca de los trazos equivocados; de tener confianza y arriesgarme. Qué responsabilidad. 

Aunque, por otro lado, ¿qué riesgo hay en que te salga mal un dibujo? Si en el taller no ponen notas, si jamás los compañeros nos señalamos las faltas cuando miramos los dibujos de otros, si no soy más que un mero aficionado (¡Ojo, que no lo digo por decir, que en estas sesiones compartimos espacio con profesionales).

Lo cierto es que siempre acudo con ánimo de experimentar, y en la bolsa con lápices, además del duro, el blando, la barra de grafito, la goma y el sacapuntas, llevo rotuladores fino, grueso, e incluso un pentel para dar tinta. Y, con todo eso, acabo usando un único lápiz que ni siquiera afilo y con el que termino haciendo dibujos desdibujados con un trazo grueso e impreciso que engloba tantas posibles trayectorias que cómo no acertar.


Por eso, aunque su indicación no fue una orden - ni podía serlo -, sino simple sugerencia, propuesta o empujoncito, no pude negarme. O sí que pude y no lo hice: me lancé. Ahí, todo loco. Urgido por el breve tiempo de la pose y un frenético gipsy jazz que había de música de fondo (y que, por cierto, Gema amenazó con sustituir por "El vuelo del moscardón") empecé a trazar con una autoridad prestada el lateral de la silueta de arriba abajo hasta comprobar que los pies quedaban dentro de la hoja en vertical, y al volver hacia arriba por otro lado, las distintas partes, sus tamaños, direcciones y proporción fueron casando unas con otras como por milagro hasta que toda la figura encajó. 

Pero no es de esta satisfacción de la que quería hablar, sino de esa primera, que vino en el mismo momento en que mi superiora, la autoridad allí en ese momento - sí, Gema, tú - me mostró su confianza al darme permiso para subir el siguiente escalón, haciéndome al mismo tiempo avanzar en el dibujo y retroceder en el tiempo, porque, como sugería al principio, la escena me llevó directamente al momento en que mi profesor (3º de EGB, creo; don Matías, supongo), como llevaba haciendo desde hacía días con otros compañeros, me dijo que a partir de ese momento ya podía escribir con bolígrafo. El momento de dejar el lápiz, para nosotros, era una especie de hito de fin de infancia, un rito de paso. De paso, en concreto, a boli, que es como designábamos nosotros a ese momento, llenos de ilusión y de ingenua alegría. La fortuna me ha bendecido después con buenas notas, alguna incluso en la carrera, y siempre he estado contento de llegar a casa y dar la noticia, pero nunca tanto como el día en pude exclamar "¡Me han pasado a boli!".

Y os lo cuento, aunque no os importe a nadie, porque en casa no tenía a nadie a quien gritárselo. 

Otro día hablaremos de más matices de Matiz, capital cultural de la Guindalera.


2 comentarios:

Laura dijo...

Me encantó la historia de cuando en el colegio te pasaron a boli y me ha encantado volver a leerla aquí.
Tus dibujos son increíbles, yo no consigo que los míos salgan de esa postura hierática. Me tendré que pasar algún día por Matiz para poder adquirir esos "matices".
Un abrazo fuerte Álvaro, me ha gustado mucho el blog.
Laura

Álvaro López de Quintana dijo...

¡Gracias, Laura!
Sí, pásate, te gustará.