Salgo del desayuno dispuesto a pitar para terminar el recreo, cuando me aborda con una urgencia inaplazable un pequeño de 1º. Sigo sintiendo la emoción de ser visto como un superhéroe salvador, pero con el paso del tiempo pesa sobre mí la evidente dificultad de hacer justicia. Y además, es la hora de hacer las filas.
Un mayor de 3º le ha colado una pelota en la azotea. El titular es claro. El cuerpo de la noticia, sin embargo, se vuelve confuso entre el griterío de varios niños que dan su versión. Quizá todos la misma, pero con términos y ritmos diferentes. Un profesor compañero está cerca y conseguimos dilucidar que un alumno de 1º ha dado un balonazo (se entiende que sin querer) a otro de 3º, le ha tirado un zumo, y este, de una patada, le ha colado el balón. Los objetivos, pues, serán recuperar la pelota (para lo que no sé con quién hay que hablar) y sancionar a este Sergio Ramos1 adolescente. Pero yo no doy clase en 3º y es difícil que sepa quién es.
Los niños no conocen su nombre y me temo que impere la ley del silencio. Sin embargo, el sentido de la justicia es mayor en este chico. Lo localiza entre los cientos de caras del patio y corre hacia él con entusiasmo temerario a una velocidad inalcanzable para este señor mayor, que lo sigue a distancia sin perderle de vista.
Cuando llego a la escena encuentro un cuadro que no había llegado a imaginar. El mayor se apoya en los hombros del pequeño y mirándole a los ojos, con tono de disculpa y diría que con ternura, le asegura que le comprará otro balón igual. El otro, sincero siempre, dice que no era suyo, sino de otro compañero. Se toman los nombres como adultos que firmaran un parte amistoso por un golpe en los coches, y cierran un compromiso. El de 3º me ve y, sin que pregunte nada, me relata los hechos reconociendo que ha reaccionado mal y me explica que va a reparar el daño.
Parece todo tan fácil que una parte resabiada de este señor mayor se aferra a la desconfianza. Pero, como decía el aforista argentino Antonio Porchia, “un poco de ingenuidad siempre me acompaña y es ella la que me protege”, y elijo confiar en su palabra. Al fin y al cabo, es un alumno del cole. Triste sería la vida del profesor si no creyéramos en los efectos de la educación.
No me resisto a elaborar una moraleja para el chico de 1º: “de lo que era un problema, has sacado un amigo mayor”. Me subo a clase con una sonrisa. Entre tanto conflicto y discusión, a veces surge espontánea la concordia. Y lo mejor de todo es que no he tenido que hacer nada.