Los alumnos no paran de sorprenderme y obligarme a adaptarme a novedades cada día. Mirándolo en positivo, creo que eso me mantiene joven. Aunque quizá también influya el corte de pelo y las gafas nuevas de antipático que me he hecho. (Spoiler: no han funcionado; les he vuelto a caer bien, ¡maldita sea! Al menos me están diciendo que parezco más moderno).
Esta semana me disponía a
proceder a la elección de delegados de mi tutoría. En principio, no parecía haber
muchos interesados, pero hace unos días surgió una propuesta con la que no
contaba: las listas cerradas. Dos alumnas se presentaban en conjunto, como
delegada y subdelegada. Nunca lo había pensado así: siempre se presentaban
alumnos de forma individual, y el más votado era delegado y el segundo
subdelegado. El caso es que no me ha parecido mal, y he aceptado la
presentación de candidatos únicos y en lista cerrada. El resultado: cuatro
parejas más otros tres en solitario. Es decir, once personas de 29, ¡más de un
treinta por ciento de la clase! Me ha emocionado la implicación de mis
tutelados, y lo reñido de las votaciones. Hasta el punto de tener que solicitar
el voto por correo (electrónico en este caso) de una alumna ausente por
enfermedad porque tres candidaturas han quedado a un voto de distancia.
Ha sido un poco frustrante no
llegar a completar las designaciones. Ya me había traído la espada de nombrar
caballeros delegados y me he sentido un poco ridículo por no poderla usar. Es
un arma deportiva, de esgrima, de cuando practicaba ese noble deporte con toda
la torpeza de que soy capaz, que no es poca. Pero la he dejado en el maletero
del coche, a la espera de mejor ocasión. Estoy tranquilo porque, salga quien
salga, representará bien a la clase. Solo me inquieta que en un control de la
policía, me hagan abrir el maletero y tenga que justificar la presencia de un
arma blanca de un metro de hoja y me convierta en el nuevo Daniel Sancho.
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