Parece que los cristales y sus
colores – los que lo tengan – influyen mucho en nuestra percepción de la vida.
Mis gafas han sido las redondas de siempre en este par de meses que, profesor
repelente como soy, se me han hecho largos. Quizá la forma circular de las
lentes me haga parecer que siempre vuelve uno a un punto de partida sin
avanzar. No me quejo, ha tenido algo mi verano como de película francesa, lenta
y de poca acción, pero estética y con diálogos interesantes. Hace un par de
fines de semana, sin irme más lejos, asistí a un concierto de música clásica
(piano y voz) en el cuidado jardín de un antiguo hotelito reconvertido en
academia de música, en la zona noble de San Rafael. Me han faltado, eso
sí, una Clara con su rodilla o una playa con su Pauline.
El cristal que sí me ha hecho
ver la vida de un modo distinto ha sido el parabrisas de mi coche, amanecido
estallado una mañana de sábado de primeros de julio, quien sabe si por vandalismo
o accidente, y cuyo repuesto quedó marcado en el taller como “sin fecha”. Por
suerte, ni me restaba visibilidad ni he viajado apenas, pero no he podido
evitar sentirme como mal vestido al volante de un auto que mostraba su herida
sangrante tan a la vista.
Otro cristal: el del baño. Si
en casa del herrero, cuchara de palo; en la del cuñado del mamparista llevan
años colgando cortinas de baño de plástico que, desde luego, tardo demasiado en
cambiar. Por eso, y un poco aprovechando este verano tan de quedarme en casa,
por fin me he decidido a poner mampara. Por el empaque que le da, más que nada.
Pero, si la luna de mi coche no la mandaban, la de mi bañera sí la enviaron… y
se perdió. Nada de importancia para quien, como yo en verano, dispone de todo
el tiempo del mundo. Lo cierto es que este cristal sí ha cambiado mi mundo.
Parece todo mejor armado, más estable y menos provisional.
El último, el de mis gafas
propiamente dichas. Ya me libré un día de que me colocaran un tratamiento antiojeras
levantándome de la silla donde llevaban cinco minutos aplicándome una crema en
promoción a solo quinientos euritos (algún día tendremos que hablar de los diminutivos).
Son los riesgos de pasear por el barrio de Salamanca. Pero hace solo unos días
me cazó una vendedora: me pidió las gafas, me dijo que qué sucias, le aplicó un
espray con aloe vera con sumo cuidado y me presentó el cristal, nítido como
recién salido de fábrica. Siguió con el otro, me pidió el reloj, le puso una
crema antiralladuras, le frotó un paño y salió negro, y finalmente lo sumergió
en un recipiente con motor lleno del mismo espray verde con que había limpiado
las lentes. Que te enseñen que llevas tus joyas llenas de roña desarma a
cualquiera, pero yo soy un cliente difícil. ¿Cuánto valía el botecito mínimo de
50 ml? 15 euros. El que lleva cuatro veces más, 20. Ya iba a irme, cuando me
hizo la oferta que no podría rechazar; el pequeño, para probar, 10 euros. Han
pasado unos días y estamos muy lejos en la distancia para que puedan ustedes
ver la cara de primo que se me quedó al llevarme esa enanez que ya he dejado de
usar.
Pero a día de hoy veo la vida
con limpieza y claridad. Todos los elementos van encontrando su lugar y, sobre
todo, su fecha: la vida se ordena, todo es armonía. Hoy la tierra y los cielos
me sonríen; hoy llega al fondo de mi alma el sol. El taller Darma ha traído
la luna para mí. Ese parabrisas aplazado al menos hasta septiembre, ha llegado adelantado, y hoy mi
coche luce por fin como un traje nuevo. Hoy creo en Dios.