En un paseo urbano de dos
horas desde Delicias hasta la Avenida de América lo normal es que pase algo.
Una ciudad llena de estímulos - personas, animales, coches, escaparates… -,
¿cómo no va a llamarte algo la atención? Esa joven pija en un barrio pijo con
pinta de turista internacional de lujo, montada en un patinete eléctrico como
deslizándose sin esfuerzo por una ciudad y un mundo que son una alfombra roja
tendida ante su juventud, su belleza, su dinero… Uno aventuraría que la vida es
fácil para ella, pero quién sabe; como decía aquel culebrón, los ricos también
lloran. O quizás es solo una estudiante de intercambio perdida en Ortega y
Gasset.
Siempre pasa algo que nos
sorprende, como la chica del paseo del Prado del otro día, instalada en una
mesa plegable con una máquina de escribir naranja, ofreciéndonos poemas
instantáneos. Una retratróspida literaria. Hablamos de las máquinas de escribir;
no conocía el origen del tippex, esos papelitos que encuadrábamos delante justo
del error para que el tipo dejara su impronta blanca superponiéndose al anterior
trazo de tinta… Si hubiera llevado
cuaderno, le habría ofrecido un intercambio - dibujo por poema -, pero no me
animé. El precio me pareció caro: pedía la voluntad y yo de eso tengo poco. No
hay más que ver el tiempo que llevaba sin publicar nada.
Hoy ha sido distinto. Calle
Lagasca; tres mujeres se confabulan para una sesión de fotos. Dos de los roles
están claros: la modelo y la fotógrafa. La tercera podría ser una acompañante
de la primera, una chica jovencísima de belleza exótica: grandes ojos negros
entornados bajo unas cejas poderosas; nariz fina y generosa sonrisa. El óvalo
de la cara era precisamente un óvalo, coronado por una melena morena, peinada
con raya en medio en todo lo alto, para caer enseguida a ambos lados en dos cascadas
onduladas simétricas. La escena es
fascinante, me muero por quedarme de público, pero sería tan raro… Me acuerdo
de pronto del cuaderno que llevo paseando en la cartera desde por la mañana con
el roller Signo acoplado en la espiral y me entra el ansia de apropiarme de ese
momento. Pido permiso como un niño bueno para hacer un retrato mientras la
fotografían y la modelo me autoriza alegre e ilusionada.
No ha sido ni de lejos mi
mejor trabajo. Es muy frustrante no estar a la altura del modelo que tenemos
delante. En mi descargo, alego que la fotógrafa le hacía cambio de gesto y
posición cada treinta segundos, y justo después de hacerla seria, la veía
sonreír y quería plasmar también esa sonrisa… Como justificando mi presencia
hasta el final, le he entregado mis dos intentos con una disculpa y sin la
precaución de haberles hecho foto para el archivo. Creo, no obstante, que
podría dibujarla de memoria… peor no me iba a salir. Nara, como se ha
presentado en el vídeo que también han grabado, ha recogido sus retratos con
entusiasta agradecimiento y yo, educado y tímido, le he deseado suerte sin
atreverme a elogiarle el encanto que, sin duda, le abrirá muchas puertas.
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