Después de unos días de clase con el grupo ordenado por orden alfabético de apellidos, los alumnos han empezado discretamente a aprovechar cualquier resquicio para acercarse a sus compañeros más afines: la mesa de un compañero en el extranjero, la enfermedad temporal de otro… A veces incluso pactan entre ellos los intercambios de sitio y me los proponen como un hecho consumado. De momento, si veo que trabajan y no dan guerra, los estoy dejando… y observo.
Observo que una de las
columnas queda un tanto esquinada como aquellas entradas de cine de las que
hablaba Jardiel Poncela, que hacían ver la pantalla de perfil y todos parecían
el asesino, e intento centrar más las mesas en la clase; observo que algún
alumno alto ha quedado muy en primera fila y puede restar visibilidad; observo
(sobre todo porque me lo han dicho) que algunas alumnas no ven muy bien de
lejos (no saben cómo me solidarizo) y, ¡lo nunca visto! preferirían estar en
primera fila.
Me he planteado la posibilidad
de hacer un primer cambio de sitios y les preguntado por sus filias y fobias, cuál
sería su arcadia feliz y su infierno de Dante, por no ponerles las clases más
cuesta arriba. Pero es tanta la información que cuando intento colocar sus
nombres en la plantilla de la clase empiezan a faltarme sitios por un lado, a
sobrarme por otro, y los grupos de amigos adquieren extrañas formas
irregulares.
Se me parece entonces la clase
a ese exitoso videojuego de mis tiempos jóvenes, el tetris, en el que había que
apilar piezas de diferentes y caprichosas formas de manera que ocuparan toda la
superficie sin dejar espacios en blanco. Recuerdo que, después de ver jugar las
largas partidas de algunos expertos, cuando me acostaba y cerraba los ojos, se
me aparecían piezas irregulares de colores cayendo a velocidad creciente,
mientras yo trataba de acomodarlas. Lo mismo me pasa ahora. En días como estos,
cierro los ojos y veo nombres, caras y peticiones. Encajo a tres aquí, levanto
uno de delante, dos de atrás, los cambio por otros, y de pronto me quedan siete
sitios que nadie ha pedido, cinco personas que no podrán estar donde querían,
doce que protestarán y veinte que me miran ya con odio mientras no concilio el
sueño… y recuerdo que en mi cole de “boomer” nos sentábamos de dos en dos por
número de clase, en pupitres unidos, y que me pasé cursos enteros junto a mi querido Antonio Lucas, sin siquiera pensar que el mundo pudiera ser diferente.
¿Y si los dejo como están?
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