Desde niño, he
tenido mucha afición por el humor. Casi no sabía ni leer y ya buscaba en las
páginas del ABC la tira cómica de Cándido que firmaba Mena. Cándido era un
hombrecillo delgado y con tres pelos, de trazo muy sencillo, y sus historietas,
como su propio nombre indica, eran de un humor tan blanco e ingenuo, tan
infantil que resultaban casi poéticas. Ocasionalmente, encontraba alguna
referencia que no era capaz de procesar y me rebelaba y protestaba: ¡No lo
entiendo!, y me lo tenían que explicar. Pero ya no era lo mismo.
Me gustaba
mucho también Mingote, Forges (¡cómo no!) a quien conocí en libro antes que en
prensa… y también en persona. Recuerdo que en una evaluación de Pretecnología
en que tuvimos que hacer un puzzle de madera, donde otros escogían motivos más
realistas o cualquier dibujo sin más, yo cogí un chiste suyo, con su bocadillo
y su texto.
Chistes
escuché muchos, muy graciosos, de mi tío Juan Antonio, marido de mi tía Merche
y hermano político (o cuñado carnal, como prefieran) de mi padre. Siendo así,
un tío mío, encarnó un poco el papel de abuelo. Grande, calvo, con una gran
barba blanca, ingenioso, con un tremendo acervo de anécdotas y chistes que contaba
con su suave acento canario y se convertía siempre en el alma de las reuniones
de adultos en las que trataba de quedarme callado sin hacerme notar. Su
paciencia al leer mis tonterías de doce años me alentó para escribir.
Y mi gran
descubrimiento, aquel a quien más llegué a admirar nunca, fue Jardiel, Jardiel
Poncela, don Enrique, de quien mi madre tenía un pequeño librito en papel
biblia, y encuadernado en piel, un “crisolín”, como los llamaba Aguilar, la
firma editora. “Para leer mientras sube el ascensor”, se titulaba, y era un
cúmulo de artículos breves, cuentos, máximas, de lectura poco exigente (podías
leer sólo dos páginas, cinco o cincuenta según el tiempo que tuvieras), pero de
escritura impecable y de una calidad humorística absolutamente aristocrática.
Me llevó también mi madre por primera vez al teatro a ver una obra suya, Los
habitantes de la casa deshabitada, en el teatro Infanta Isabel. Salió una
colección de Obras completas que vendían en el Corte Inglés, de una sola vez o
volumen por volumen, y los compré así, de uno en uno, cada vez que ahorraba un
poco, con pagas no gastadas o dinero de cumpleaños, hasta que de los seis tomos
me faltó sólo uno, el número 3 que misteriosamente nunca más encontré en
ninguno de los centros, aunque siguieran quedando los otros cinco.
La tele
también me dio de reír, que yo fui un niño de tele. De los chiripitifláuticos, los
payasos, un globo, dos globos, tres globos, y cuántas cosas más. Me divertían,
ya ves tú, los diálogos absurdos de Fofó y Miliki, y sus “Aventuras”, pequeñas
historietas en que indefectiblemente, los payasos acababan haciéndole la pascua
a un pobre señor calvo a quien llamaban señor Chinarro (y creo que era su
apellido real), y como colofón final éste se ponía a perseguirlos en círculo alrededor
de su mesa ad infinitum. Al cabo de los años, al equipo de Gabi, Fofó, Miliki y Fofito, se incorporó un
nuevo payaso, joven, alto, y mudo, que sólo se podía comunicar con un cencerro
y al que llamaban Milikito. Supe después que eso de no dejarle hablar era una
especie de prueba, de paso previo en el escalafón gremial de los payasos. O
sea, una especie de castigo para el cómico, e indirectamente para los
espectadores, porque yo francamente no le veía la gracia.
El mismo
personaje, sin embargo, años después, despojado del maquillaje, el camisón rojo
y la chistera en la cabeza, protagonizó un programa de sketchs que para mí fue
mítico. Para un adolescente ávido de humor e ingenio, esto era un banquete.
Nunca había visto nada igual: un gag detrás de otro, sin concesiones a
presentaciones, entrevistas ni rollos parecidos. “Ni en vivo ni en directo” se
llamaba. Su protagonista se convirtió en mi ídolo. Luego supe que los que
fueron mis primeros jefes habían sido antes los guionistas de este programa.
Ningún trabajo como la tele para ser a la vez trabajador y fan de tu programa o
de tus compañeros.
Digo que fui
fan, pero dentro de un orden, claro, que no pegaba fotos suyas en mis carpetas.
Tampoco las pegué, claro, de Les Luthiers, cuando me descubrieron textos suyos
por escrito, o grabados en una cinta que alguien me prestaba para escuchar en
un radiocasette que me prestara otro.
Valga todo
este preámbulo para que puedan ponerse en la piel de mis veintiún años cuando
trabajaba en una empresa creativa que organizaba acciones de imagen
corporativa, como edición de folletos, de calendarios, organización de eventos,
etc. La hora de salida de los curritos era las siete de la tarde, pero como a
esa hora nuestros jefes solían estar reunidos, la costumbre era tocar la puerta
del despacho, asomar la cabeza y confirmar que nuestra presencia ya no era
necesaria: “¿Necesitáis algo?”. Y si este era el santo, la seña era “No,
gracias, podéis iros”, con la que ellos cumplían su parte del protocolo.
Era frecuente
que les visitara alguna persona importante o un artista reconocido a quien
quisieran embarcar en algún proyecto. Normalmente, podíamos saber que había
venido alguien porque lo hubiéramos oído, pero los despachos de los jefes
estaban a la entrada, con balcones al parque del Retiro, y desde donde yo
estaba no se veía entrar a nadie. Por eso, me imponía más ver a estas
presencias extrañas. Solían incomodarme, no digo que por su voluntad, pero yo
me hacía la idea de estarles interrumpiendo, y al verles de espaldas o en
escorzo, muchas veces sin mirarme y otras como estudiándome, pero siempre en
silencio, sólo quería desaparecer y que me tragara la tierra. Mi deseo se
cumplía seis pisos de ascensor y dos de escaleras mecánicas después, cuando
tras apenas cinco minutos me veía ya en el andén de la estación de metro de
Ibiza.
Una tarde los
visitó Emilio. No sé si Rosa, la secretaria, nos lo adelantó o si fue una
sorpresa absoluta. Igualmente lo fue mayúscula. Llamé, asomé la cabeza para
pedir permiso para marcharme, y lo vi, sentado en una butaca pequeña, de
espaldas a la puerta.
Muchas
personas pueden asombrarse de la buena estrella de que disfrutan otras, unas
pocas que parecen tocadas por la magia, pero las cosas no son casuales. Digo
esto porque el comportamiento que vi en Emilio no lo había visto hasta entonces
en ninguna otra visita, y aun hoy me parece sorprendente. Emilio, un artista
razonablemente famoso, con un curriculum que incluía una nominación a los premios
Emi de televisión, se volvió a mirar quién había entrado, vio a un subalterno
con rango de becario o meritorio, pidiendo permiso tímidamente para poderse ir
en tres segundos, y en lugar de dejar pasar el tiempo y retomar su charla, se
incorporó de su asiento, se levantó y se acercó a mí, tendiéndome la mano, y se
presentó.
Me quedé
desarmado. No tuve, claro, los reflejos de presentarme yo por mi cuenta, de
identificarme como admirador de su programa “Ni en vivo ni en directo”, ni de
pedirle una foto ni un autógrafo (no he pedido ninguno en mi vida, salvo a Arévalo,
por unas circunstancias que ya contaré). Pero ese gesto me dijo de él mucho más
de lo que me haya dicho ningún programa que le haya visto presentar.
Esa fue una
reunión previa al proyecto de “Saque Bola”, un concurso de chistes que
realizamos para Canal Sur, en su parrilla de estreno en 1989, que presentó
Emilio, y que se convirtió en el programa estrella y abanderado de la
programación durante casi dos años. Pero eso es otra historia.
Ah, perdón,
que igual no saben de quién les hablo, que no he dicho el apellido. Aragón, se
llama Aragón.
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