miércoles, noviembre 27, 2013

LA CHICA DE LOS DONUTS

Me ocurrió hace un par de semanas o tres, en un breve paréntesis ocupacional en medio de mi desempleada vida y, como en aquel momento no tuve ocasión de contarlo, lo rescato ahora.

Situémonos en un vagón cualquiera de metro, en la larguísima línea 10 de Madrid, con dirección al Norte. Ya hemos traspasado las estaciones punta y ahora los viajeros somos pocos y estamos casi en familia. Tanto que hasta me puedo sentar. El tren para y sube una chica, la chica de los donuts del título. La llamo así porque lleva en la mano un envase de plástico transparente de cuatro donuts extendidos en horizontal, como una bandeja con tapa. De los cuatro bollos para los que está diseñado el pack faltan dos: uno está desaparecido, el segundo se lo está comiendo en ese momento.

El donut no es un alimento bien proporcionado. Y no lo digo ya por su composición alta en azúcares refinados, sino por algo mucho más tangible: su tamaño y peso. Por compararlo con algo de su rango, podemos decir que un croissant, sólo uno, basta para que desayune una persona adulta. Por el contrario, un donut, sólo uno, a pesar de ser altamente saciante, no es suficiente. Y, sin embargo, una segunda pieza completa resulta excesiva. Le sobra aproximadamente un tercio. A mi juicio, pues, el tamaño del donut debería tener la proporción áurea con respecto a la unidad; es decir, 1,618 de lo que es un donut de los de ahora.

Hago esta disertación leonardiana para explicar que comprendí perfectamente que la chica estuviera comiendo un segundo donut. Bueno, tampoco lo comprendí tan perfectamente del todo. Primero, porque tengo para mí que una persona debe salir de su casa por la mañana sin obligaciones fisiológicas pendientes. Es decir, entre otras cosas, habiendo desayunado. Llegar puntual al trabajo y ponerse a desayunar me parece igual que llegar tarde. Y utilizar el baño de la empresa para otra cosa que no sea lavarse las manos, un abuso de confianza. Me sorprende que el bueno de Kant no lo mencione expresamente como parte de su imperativo categórico. En todo caso, la chica de los donuts no iba a desayunar en el trabajo, ya lo estaba haciendo por el camino. Tampoco me entusiasma, pero valoro que aproveche el tiempo. Aunque, chica de los donuts, dondequiera que estés, teniendo en cuenta que eran cerca de las diez de la mañana, me gustaría que hicieras esta reflexión: ¿De verdad no te da tiempo a desayunar en casa? Mejor pensado, casi prefiero que la chica de los donuts no lea esto, me quedaría más tranquilo.

Digo más: me extrañó también el formato del envase, incómodo, poco práctico, desmesurado para una sola persona, escaso para una celebración de cumpleaños. ¿Qué pasó con la célebre caja de cartón de seis de toda la vida? Según veía a la chica comer su segundo (y suponía que último) donut, no podía evitar pensar en el trasiego de cargar con ese despliegue de paquete pasando tornos, empujando puertas de salida del metro, y ocupando después medio escritorio en el trabajo.

Mi extrañeza por ver a una persona comiendo en el transporte público es de índole general, pero este caso aportaba algunas particularidades y es que la chica, por decirlo de alguna forma que no se me entienda, era más convexa que cóncava. No utilizaré la expresión "entrada en carnes", porque me desagrada sintáctica y semánticamente. La palabra "carne" me connota a res sangrante y, en todo caso, ausente de piel, y en cuanto a qué entra en qué, me parece obvio que más bien son las carnes y los kilos los que estaban dentro de la chica. Un poco a presión, eso sí. ¿Le suponía eso algún reparo a la hora de elegir alimentarse de bollería industrial? Evidentemente no: la mujer ingería su bollo, de chocolate en este caso, bocado a bocado, sin prisa pero sin pausa, sin avidez ni deleite, sin placer ni dolor, con una inconsciente determinación, como cumpliendo una misión que le hubiera sido impuesta, como hipnotizada.

¿Y a ti qué te importa?, dirán ustedes. Efectivamente, nada, pero, contagiado quizá de su estado hipnótico, no podía dejar de mirarla y hacerme todas estas reflexiones que ahora comparto. Sabía que no debía mirarla fijamente, pero lo hacía, sabía que no debía analizar tanto la situación, pero ocurría igualmente y, sobre todo, sabía que no debía juzgarla y trataba de no hacerlo, pero un grupo de voces cotorras en mi cabeza insistían en dar vueltas al tema "luego se quejará de que está gorda". Y según lo pensaba, sentía que mis pensamientos de alguna forma encontraban manifestación en mi cara, que aunque no los dijera en voz alta, algo se trasluciría de mi expresión corporal y de mi terca y obstinada manera de mirar a la chica de los donuts. Concentrado en mirar hacia otro lado y pensar en otra cosa, no apartaba mi mirada de ella ni dejaba de pensar, de una u otra manera, en los donut. ¿Qué va a hacer con los que queden? ¿Ofrecerá en su trabajo? ¿Y no es un poco feo ofrecer de los que te sobren después de haber comido? ¿No se los irá a comer todos? No podía evitar censurarla internamente, e internamente sufría y le pedía disculpas por mi mala educación. Pero si ella era ajena al mundo que le rodeaba (dicho sea sin segundas), más lo era al mundo interior del pasajero que tenía enfrente.

De pronto algo pasó que desbloqueó mi hechizo e hizo saltar por los aires todos mis remordimientos de conciencia. Quizá se lo imaginan. De hecho, he metido un espoiler en el párrafo anterior en forma de pregunta retórica como quien no quiere la cosa. Ya lo saben, ¿verdad? La ingesta de un solitario donut en un triste vagón de metro estaba dando de sí más que la célebre magdalena de Proust, y el asunto no era comparable. En realidad, y aunque la chica masticara de forma premiosa, casi rumiando, he sido más yo quien le ha dado coba a su desayuno. El caso es que, irremediablemente, el donut llegó a su fin. Y justo en ese momento, cuando yo pensaba que ya habían terminado mis tribulaciones, que mi compañera de viaje dejaría de comer y yo podría mirar hacia cualquier lado, incluido el suyo, sin ser sospechoso de nada, la joven cogió otro donut, el tercero del paquete y sin pensárselo dos veces se lo llevó a la boca. En ese momento supe que a ella, libre u obligada por fuerzas oscuras, no le importaban nada su peso, su salud ni, por supuesto, lo que pudiera pensar o mirar un anónimo pasajero curioso que le hubiera tocado en suerte delante. No me entretendré tanto con este tercer bollo, el segundo de mi viaje. Lo comió como el anterior: bocado a bocado, con constancia, sabiendo perfectamente adonde quería llegar. Al cuarto. ¿Necesitan que se lo diga? Evidentemente, no iba a llegar a su oficina con un único donut para ofrecerlo a los compañeros. Sin muestra de hartazgo ni de cansancio, también lo cogió, mordió, masticó y deglutió paso a paso como si no hubiera un mañana. ¿He dicho como si no hubiera un mañana? Miento: como si hubiera un mañana y sabiendo que había habido un ayer. Es decir, como todos los días. Sí, señores, mi amiga del metro se había zampado cuatro donuts como cuatro soles sin darle la mayor importancia, claro indicio de que era una rutina habitual que hace mucho había dejado de cuestionarse.

Y yo preocupado.