viernes, abril 28, 2006

EL BLOGGER IMPUNTUAL

Ya sé que no habíamos quedado en nada, que lo mismo puedo aparecer todos los días, que uno de cada tres o sólo semanalmente, pero la pauta que estaba siguiendo era de mayor frecuencia, y ahora tengo un cierto sentimiento de impuntualidad. En el último post, mencionaba el jueves, como un día que llegaría en el futuro. Ese jueves fue ayer (¡joder, y si ayer fue 27, hoy es 28 y es el cumpleaños de mi hermano! Si no me llego a poner a escribir, se me pasa). Bueno, la cosa es que entro todos los días a ver si alguien me ha puesto algo, como un niño levantándose el día de Reyes. Y a lo mejor a mis visitantes les pasa lo mismo: que entran, a ver si ya he cambiado el post. Y nos decepcionamos mutuamente. De pequeño no tuvimos mascotas en casa, porque no había sitio, y porque "no eran un juguete". Luego había que ocuparse de ellas: darles de comer, sacarlas a pasear... En los tiempos modernos se ha inventado el tamagochi, que es como una mascota, pero de plástico y con botones, no abulta nada y si se caga no huele. Y yo he tomado mi blog como una mascota virtual, pero hay algo que me dice que "no es sólo un juguete". El blog también pide comida. Espero que le alimenten estas reflexiones.

Por otro lado, todavía no he definido mi blog - y tampoco lo voy a hacer, que se vaya definiendo solo, por sus contenidos -, pero tengo el día metalingüístico, así que voy a opinar sobre la cosa esta de los blogs y de internet. Si lo que hace uno en la red es navegar (o dejarse caer, en caso de trapecistas), un blogger es un navegante más. Pero ese pequeño territorio que coloniza - su blog - es como una isla desierta que tiene que llenar y habitar y desde la que envía mensajes en una botella que no sabe qué destino tendrán. Hoy dejo, pues, un nuevo post, como un náufrago que enviase sus mensajes , con constancia y tenacidad, porque no sabe qué día el mar tendrá la corriente precisa que envíe la botella al lugar indicado.

Pido disculpas a mis visitantes bloggers a quienes aún no he puesto link. Una vez lo intenté y no me salió. No soy muy bueno yo con las nuevas tecnologías. Para muestra, basta ver las fotos de mi "columna"
(- Pero si no hay.
- Por eso).

Por primera vez, escribo el post directamente en el blog, sin haberlo redactado previamente (hasta ahora primero me lo escribía en word, y luego lo transcribía, así de espontáneo es uno).

Otro día, más. (Lo había escrito sin coma, y de pronto me he visto preso en una cárcel, marcando barrotes y tachándolos en orden cinco o siete, por semanas, para ser consciente del paso del tiempo. No era ésa la intención. Sólo apuntar que otro día escribiré más cosas).

lunes, abril 24, 2006

30

El jueves mi amiga Susana cumplirá 30 años, pero se adelantó y lo celebró el sábado. Nos anticipó que pensaba pedirnos que escribiéramos reflexiones sobre lo que significan los 30. Yo, hombre precavido, me lo curré un poco, y lo llevé ya escrito como para dar el cambiazo. Comparto con vosotros mi redacción rimada.

"Sólo se vive una vez.
De los cero hasta los diez
es cuando el tiempo más dura,
y luego, en la edad madura,
pasa con gran rapidez.

Hoy recuerdo que en el día
en que diez años cumplía,
me deseó cumplir cien
un tío que me quiere bien
- también me quiere mi tía -.

Entre los diez y los veinte
te dan todas en la frente
- quizás alguna en los piños -,
porque ya no eres un niño
ni eres mayor de repente.

Recuerdo con repelencia
mis tiempos de adolescencia:
en vez de granos de acné
yo tuve crisis de fe
y angustia por la existencia.

En mi veinte aniversario
era ya universitario.
Hoy todo se me hace extraño:
estudios y cumpleaños.
Revisaré mi diario.

Al cumplir un año más,
percibí algo que jamás
(aunque ya en sí eran un tocho)
notara a los dieciocho:
la mayoría de edad.

Probablemente esto es
porque justo el día después
comenzaba a trabajar.
Y hasta hoy, casi sin parar,
he seguido. ¡Vaya estrés!

Los treinta son siempre un paso,
pero no les hice caso.
Fin, quizás, de juventud,
yo hice como el avestruz.
No los miré, por si acaso.

Pensé en pasar este trance
donde los treinta no alcancen.
Si cuando lleguen los treinta,
me buscan y no me encuentran,
puede que el tiempo no avance.

Como por cosa de broma,
huí a pasarlos a Roma.
Pero al fin, mal que me pese,
llegó hasta mí el Once-Ese *:
¿Tú eres Álvaro? ¡Pues toma!

Los treinta... qué mal te sientan.
Qué preguntas te atormentan.
¿A los treinta se es aún joven?
¿Era o no sordo Beethoven?
Pues tú eres joven con treinta.

La juventud, ¿cuánto dura?
Después va la edad madura,
tras ella, la senectud.
Prolongar la juventud
sin duda es la mejor cura.

Después de cumplir los treinta
uno llega a darse cuenta
- y descubrirlo da euforia -
de que hay una moratoria
que llega hasta los cuarenta.

Y no temáis, que a esa edad,
tampoco hay caducidad:
de cuarenta y pico abriles,
hay gentes muy juveniles.
Cuando los cumpláis, probad.

Hoy ya es tarde, es una pena;
prometo que en otra escena
contaré, con más quintillas,
cómo ser, cosa sencilla,
joven en la cincuentena."

* Ésa es mi fecha de cumpleaños. Ahora ya lo sabéis.

sábado, abril 22, 2006

PORTERO EN BLANCO

Ayer cumplí un deseo estético que me rondaba la cabeza desde hacía tiempo: vestirme con el traje blanco de esgrima para jugar de portero en un partido de futbito.

Practiqué la espada durante algunos años, con muy poca gracia, por cierto. La constancia no me hizo mejorar, y llegó un momento en que mi falta de técnica dificultaba la diversión. Tiraba siempre a la defensiva y repitiendo un escasísimo repertorio de fintas y paradas, en las que ni siquiera demostraba destreza. Lo dejé, y desde entonces el elegante traje blanco de esgrimista reposaba muerto de risa en el cajón de la ropa de deporte esperando una oportunidad.

De portero, por el contrario, no he dejado nunca de jugar y he de decir que siempre he desempeñado este puesto con solvencia y eficacia. Hace un tiempo, al aportar una cuota para participar en un campeonato, me correspondió una contrapartida en indumentaria que se tradujo en un par de guantes nuevos en colores plata, blanco y negro. Lo cierto es que pegaban más con el uniforme de espadachín que con mis pantalones largos acolchados, siempre negros y mi sufrida camiseta roja de portero. Entonces pensé cómo sería jugar un partido vestido de esgrima. La idea era jugarlo incluso con la máscara (al estilo de los porteros de hockey sobre hielo). Añadiría así un tono enigmático y misterioso a mi personaje que sin duda crearía inquietud en los contrarios. Tengo mis dudas sobre la legalidad de este extremo, aunque no creo, claro, que haya una norma escrita al respecto que indique que a los jugadores haya de vérseles la cara. Lo que sí es cierto es que, siendo como soy de cabeza estrecha y más bien pequeña, y habiendo comprado el material buscando la economía de las tallas estándar, mi careta no me queda precisamente ajustada, y temo que un balonazo mal recibido pueda causarme algún tipo de transtorno cráneo-encefálico. Y una cosa es la tontería de disfrazarse y otra exponerse a peligros innecesariamente.

Otros elementos se han ido sumando recientemente a los guantes. El agujero en la parte interior del empeine del pie derecho y la erosión casi total del dibujo de las suelas me ha hecho jubilar definitivamente las botas de futbito negras con dibujo rojo que tan a juego van con mi uniforme habitual, pero que harían mal efecto con mi nuevo color. Ahora ya tengo zapatillas blancas. Y unas rodilleras que hace poco me pasó un colega guardameta de mayor calibre que yo. Son negras, sin dibujo, y hacen buen juego con los dedos negros de los guantes.

El caso es que, como el traje, yo mismo esperaba cuándo y dónde hacer mi original propuesta artística "Portero vestido de esgrima". La liga municipal en que juego los domingos se desarrolla al aire libre en campos de cemento pintado de rojo. Inclemencias del tiempo, raspones y manchas de pintura no son el destino que quiero darle a mi traje. La "instalación" debe hacerse, sin duda, a cubierto. Y ayer se dio el caso: en el partido de la APA del cole de mis sobrinos, nos tocaba polideportivo. Una pista de material (no sé cuál, una especie de goma dura no agresiva para la ropa) y a cubierto de la lluvia.

Allí me presenté, disfrazado. Al fin y al cabo, ir de esgrimista a jugar al fútbol es como vestirse de smoking para hacer tu jornada laboral en la oficina. Más o menos. Es curioso lo de los disfraces. Para hacer deporte, uno siempre se disfraza de algo, y siendo portero más. No se puede poner uno en la portería de cualquier manera, en plan "pasaba por aquí". Mangas largas, acolchados, rodilleras, guantes, todo tipo de protecciones... De modo que va uno disfrazado. Y yo ayer, redisfrazado. Reinventado. Un portero deconstruido, que diría Ferrán Adriá.

Alguna vez me he preguntado el porqué de los colores de los porteros. Hubo una época en que se puso de moda - yo escapé - una camisetas con estampados multicolores que hacían daño a la vista. Según ciertas teorías, ésa sería su función: hacer daño a la vista, y desorientar a los contrarios. No creo que el fútbol de base sea tan importante que justifique atentar contra la estética. Además, los profesionales siempre demostraron un poco más de gusto. Lo que sí ha permanecido siempre, y yo he participado, es un halo de negrura y agresividad en los colores. Los pantalones, siempre negros, y en las camisetas y los guantes se prodiga mucho el rojo. Los psicólogos insisten en que los colores llamativos como el rojo en guantes y camisetas atraen la atención de las personas y hacen que, de modo inconsciente, los jugadores estallen sus disparos en el cuerpo o las manos del guardameta. Es posible. Yo ayer me la jugué, todo de blanco, menos los guantes (plata, negro y blanco) y las rodilleras (negras). Y la nota discordante, unas coderas de un azul imposible (la chaqueta de esgrima no es acolchada, ¿qué queréis?).

La parte deportiva no tiene mucho interés: un partido disputado contra un enemigo muy competitivo, en el que no nos acompañó la fortuna. Dos de los goles recibidos fueron de rebote en propia puerta, y llegamos a fallar un penalty. Yo hice mi labor, tuve que salir mucho del área y no siempre conseguí ser del todo eficaz. Fuimos siempre por detrás en el marcador, y en las dos o tres ocasiones en que llegamos a reducir la diferencia a sólo un gol, parece como si algo nos impidiera concretar el empate. Como en el "ángel exterminador", no conseguimos salir de la habitación de la derrota. Hay quien habla del "miedo al éxito". ¿Puede haber un "miedo al empate"? Ya me parecería muy patético. En cualquier caso, así fueron las cosas.

De todo ello, me queda la experiencia de que, anoche, por fin, jugué de portero vestido de esgrimista.

miércoles, abril 19, 2006

PASEAR COMO JUGAR

Me gusta caminar como quien juega. A veces fijo la mirada al frente, a larga distancia, camino en línea recta con decisión, y la gente, incomprensiblemente, se aparta a mi paso. Incluso personas que están paradas, mirando hacia otro lado, y no han podido verme, como por arte de magia, apenas un segundo antes de que choque contra ellos, se "disuelven" literalmente. No es así siempre, claro está. También hay señoras despistadas que no se enteran y se empeñan en seguir andando por mi trayectoria. Entonces las esquivo, no es tan grande mi orgullo. Aunque otras veces, en lugar de dar un paso a un lado y continuar, me quedo parado y espero que se cambie el que viene de frente. Si el contrario me arrolla, hará "personal en ataque", como en el baloncesto. Como si el paseo fuera un deporte con sus reglas y sus árbitros y el hecho de ser el receptor o la víctima de una "falta" me diera cierta ventaja moral sobre mis contrincantes.

Para andar, utilizo mucho las manos. No es que vaya haciendo el pino por ahí, pero de alguna forma, remo, me protejo o dirijo el tráfico con ellas. Creo que fue con las señoras bajitas con paraguas con quienes me acostumbré a hacerlo. Agazapadas bajo su pequeño techo impermeable de ocho puntas, y mirando al suelo apenas medio metro por delante, pueden sacarle un ojo a cualquiera que mida veinte centímetros más que ellas. Mis gafas me han servido de escudo en más de una ocasión, pero hace ya tiempo que, en su cercanía, braceo sin pudor y aparto los paraguas de mi paso. Deberían sacarse un carné.

Ahora, cada vez que cruzo una calle, mantengo una mano doblada hacia el tráfico, como reteniendo los coches, especialmente en los pasos de cebra o cuando el semáforo se me ha cerrado antes de llegar a la otra acera. Y cuando espero para cruzar, tiendo a trazar una barrera imaginaria con mi brazo, sujetando con ella la impaciencia de las personas - niños o ancianos, especialmente - que esperan a mi lado.

Con los niños me sucede algo curioso. Siempre que me encuentro a uno en mi camino, le paso una mano por encima, como a un palmo de distancia de su cabeza. No sé por qué. En parte es como si mi mano fuera un avión que cogiera altura para evitar un obstáculo, aunque en la mayoría de los casos nunca hubiéramos chocado. Y no me queda tanto la sensación de haberles protegido de mí como la de sentirme afortunado con el encuentro. Un amigo hace años tenía la superstición de que las monjas eran gafes, y tocaba madera cuando se encontraba una pareja. En relación con los niños, yo siento lo contrario: un pequeño en tu camino da buen rollo. Y en cuanto a las monjas, me inspiran más bien respeto y simpatía que otra cosa.

En medio, en fin, de este juego que construyo yo mismo, la vida me sorprende a diario con el suyo propio. Siempre que salgo de casa coincido con alguien conocido (me propongo, en adelante, llevar un censo periódico de mis coincidencias). Me pregunto cómo es posible. ¿Es que conozco a mucha gente o es que me fijo mucho? Apenas le he encontrado el sentido particular a unos pocos de estos encuentros (a veces "encontronazos"), y sé que tiene que haber un significado mayor para todos ellos, como fenómenos general. Se lo buscaré.

domingo, abril 16, 2006

AL HOMBRE PULGA TODO SON PERROS

En este día conmemora el mundo cristiano el triunfo del hombre (de uno, en realidad) sobre la muerte. Nos es dado a todos, pero estamos muy lejos, me temo, y no creo que ir de procesión sea la mejor manera de avanzar (no lo digo, desde luego, porque se camine despacio, que también). En fin, sírvanos - a mí me sirve - esta humorada de la neurosis como recordatorio y examen de conciencia, y que cada cual se aplique si le presta.

Al hombre pulga todo son perros.

El ladrido estridente
del perro chiquitajo del de abajo
le saca ya del sueño
sin que haya terminado su descanso.

Le llena de pelujos
pardos, grises y oscuros la cabeza;
son pelos que no pesan,
pero estorban la mente, se la ensucian.

Sin darle tiempo apenas
a saber que es un hombre, y a sentirlo,
otro perro que ladra
le pone el antifaz de sufridor.

Es un ladrido ronco,
perezoso y quejica, mantenido
en el aire por inercia.
Dice el perro del tiempo que hay borrasca.

El hombre pulga, entonces,
se siente desvalido e indefenso,
y ante el clima inclemente
guarda luto; es el viudo del sol.

Se esconde el hombre pulga
de sí mismo; cerrada la ventana,
respira aire viciado.
Por todas las rendijas entran perros.

Los dogos, los mastines, san bernardos...
los perros del pasado
le vuelven a ladrar después de muertos;
uno casi le muerde.

Y los perros de ataque tras las verjas:
dobermanes, rotwailers
que imagina sin verlos van tras él.
Está paralizado.

Se le escurre una taza, se le rompe.
Es un perro. Otro más
si se llega a cortar al afeitarse.
Hay toda una jauría.

Parece que ha dispuesto
y que ha puesto de acuerdo el universo
a millones de perros,
y a todos los achucha contra él.

Si se observa sincero,
va a ver el hombre pulga que los perros
no ladran y no muerden
si no les deja el hombre que lo hagan.

Si aguza la mirada,
incluso puede ver que no los ve,
que no hay a qué temer,
que los perros no gruñen y no existen.

Si lo ve el hombre pulga,
no ha de ser hombre pulga por más tiempo.
Al hombre pulga, mientras,
sufrimiento: todo para él son perros.

martes, abril 11, 2006

LA NOTA DISCORDANTE o TRES HOMBRES CON BIGOTE

Me han hablado este fin de semana de una nueva terapia que consiste en someter al paciente a la audición de una y única nota musical (a cada uno la suya). No lo digo con ironía: creo en el poder regenerador del sonido. Otra cosa son los extraños cálculos que se realicen para identificar cuál es la nota concreta que a ti te corresponde.
Pues bien, si hay notas armónicas, también las hay discordantes. Son las notas - o "los notas" - que dan la nota. En estos últimos días, yo he ejercido de nota discordante en relación a los demás e incluso conmigo mismo. Me explico.
Por razones de prioridad largas de explicar, he declinado dos invitaciones a pasar unos días fuera. Una, de mis hermanas, para aprender a esquiar (¡a estas alturas!) con la Asociación de Padres del colegio de mis sobrinos. Otra, con mis compañeros de trabajo, para ver el comienzo de la grabación de la serie que estamos escribiendo. De modo que, por partida doble, he sido el "raro" que no viene.
Castigo de Dios: mientras mis hermanas se divierten esquiando, sometiéndose a mil posibles accidentes, voy yo y, no me preguntéis cómo, al subir un escalón de mi casa, me hace crack la rodilla y se me inflama - luego lo he sabido, yo pensaba que era rotura de menisco - el tendón rotuliano. Y mientras mis amigos, con la excusa del viaje de trabajo, se van de fiesta al País Vasco, a ponerse hasta arriba de chuletones y txacolí, voy yo y me hace crack el estómago. ¿Ha dispuesto el universo en su infinita sabiduría que me ponga malo y me estropee la rodilla yo en vez de ellos? Quizás. Ya pueden agradecérmelo. Me queda ese consuelo... o este otro: que si llego a ir a cualquiera de ambas cosas hubiera sido peor.
Por la mañana estuve en urgencias traumatológicas (que no traumáticas), me hicieron una radiografía y el médico comprobó que no tenía nada roto. En el informe , apuntaba:
. Síntomas: dolor de rodilla (en español, dolor de rodilla)
. Diagnóstico: gonalgia (en español, dolor de rodilla)
Por la tarde, al homeópata (un saludo, Luis, si me estás leyendo y si quieres publicidad te pongo el apellido). Tiene mi médico un ingenioso aparato con el que puede testar qué alimentos le sientan bien o mal a tu cuerpo en un momento determinado. Ayer lunes por la tarde, mi cuerpo no aceptaba nada. Ni huevos ni arroz ni aceite de oliva ni lechuga, de frutos secos sólo las almendras, ninguna carne, poquitas frutas (apenas el pomelo y el melón y algunas fuera de temporada). Después, me tomó el pulso, y me dijo que me lo había dejado en el metro. Vamos que, deprimido o no (que más bien sí), lo milagroso es que estuviera vivo. En resumidas cuentas, que estoy a estricta dieta y convaleciente de mí mismo. ¿Soy o no soy una nota discordante? En cuanto a la rodilla, me puso una infiltración y voy bastante mejor, gracias.
Todo esto es el preámbulo del verdadero asunto que nos ocupa (más breve, sin embargo). Después de la homeopatía, un grupo de rebeldes convecinos de mi comunidad nos habíamos confabulado para ver a un administrador de fincas con objeto de valorar si cambiar a la que ahora nos lleva las cosas, que en realidad no las lleva a ningún sitio, las deja exactamente donde están y cómo están. El candidato nos causó buena impresión: un hombre mayor, bajito, de aspecto bonachón y simpático, con pelo blanco y bigote. Como si fuera un médico de casas, se interesó por la edad, salud, peso y achaques de la finca, y preguntó quiénes nos estaban llevando los papeles. Mis convecinos - y yo arrastrado por ellos - nos desahogamos de mala manera, sacando a relucir el memorial de agravios que cada uno de nosotros teníamos con la administradora. No me siento orgulloso.
En medio de la conversación, por un momento, me salgo de la escena y veo que a mi izquierda Juan Ripoll luce, como siempre, su flamante bigote blanco, como el administrador, mientras que, a mi derecha, Alberto Rodríguez también adorna su nariz con un mostacho, negro en este caso. Y me pregunto: ¿cuántas oportunidades puede uno tener en la vida de formar parte de un grupo de cuatro personas en el que tres tengan bigote? El bigote no está especialmente de moda (ni siquiera lo estuvo cuando Aznar) y, de hecho, los de Juan y Alberto son los dos únicos bigotes de la comunidad. Incluso me planteo si esta confluencia triangular pueda tener algún sentido, pero no logro entenderlo y me mareo.
A mí el bigote me resulta simpático, como si las sonrisas con él fueran más marcadas. Mi tío Augusto tiene, y lo recuerdo jovial y dicharachero. Enrique, un amigo de mi padre con gran sentido del humor, también. Y Tip tenía. Y mi padre lo usó de joven, largo y con guías, como Dalí, y volvió a dejárselo, más discreto, cuando su jubilación. Yo mismo he querido llevarlo alguna vez, y en algún entreacto entre barbado y lampiño, me he quedado a medias, con perilla a veces (como mi homeópata, por cierto, ¡vaya tarde la de ayer!) o sólo con el bigote. La presión familiar, sin embargo, ha sido insoportable. Mi madre y una hermana no lo aprobaban: "con barba estás guapo, sin barba también; con bigote no", como aquel otro axioma materno: "mis hijos, o curas o casados; solteros no". Y aquí me tienes. Quizá elegí mal en qué ser rebelde. El caso es que, si en su día hubiera seguido y mantenido mi instinto bigotil, la reunión de ayer hubiera sido absolutamente bigotuda y nos lo habríamos pasado, sin duda, "de bigotes".
Pero fui la nota discordante.

viernes, abril 07, 2006

VANDALISMO ZEN

"- ¿Usted, que está aquí sentado,
no ha observado
si ha pasado
el corredo
de Bilbado?
- Nodo".

Estas simpáticas rimas contestaban en mi casa a todo aquel que, en la familia o en la tele, por ultracorrección o por mero lapsus linguae intrascendente, colase una "d" intervocálica en palabras que no lo precisasen, como bacalao o Bilbao.

Viene esto a colación de un episodio divertido que me sucedió hace un par de semanas (no existía ni mi blog). Iba en el metro (Madrid), línea 1 (la azul claro), trayecto Iglesia-Gran Vía, cuando pasamos por la estación de Bilbao. Miro a la pared del andén, y me encuentro que el letrero dice "Bilbado". Tuve que volver a mirar para darme cuenta de que el rótulo había sido manipulado, añadiendo un palo a la "o" final de Bilbao y una nueva "o" a continuación, tan perfecta como la original. La imagen me hizo sonreír. Incluso pensé que de alguna forma mágica yo había sido el público destinatario de esa travesura. No vi que nadie en mi vagón se percatara del rótulo, y en cuanto a la gente del andén, no puedo asegurarlo, pero no parecía que a nadie le hubiera llamado la atención. Entre los túneles subterráneos tan dados al ajetreo y a la prisa, y tan poco propicios para pararse a mirar y sonreír, de pronto uno encuentra un regalo como éste. Sólo una palabra, que ni siquiera se repite en el resto de los rótulos del andén. Una sola imagen y sólo una oportunidad para descubrirla.

Uno piensa en que detrás de esa humorada ha estado el ingenio y la idea de alguien, la determinación y la osadía de llevarla a cabo, y, sobre todo, el esmero en realizarla. No hubiera sido lo mismo añadirlo chapuceramente con un rotulador: la gracia está en la perfecta imitación que, por un momento, te hace creer que el rótulo ha sido así impreso. A ojos de los guardias de seguridad y demás gente de orden, el hecho no cabría más que en el inmenso cajón del vandalismo, junto al graffiti de vagones, el "Paco quiere a Luisa" o la quema de papeleras. Como si fuera todo lo mismo. De momento, habría que hacer una cierta gradación: travesura, gamberrada y vandalismo, en función de la intención que los anima y del daño que se produce. En este caso, sin duda, ninguno. El añadido se veía tratado y pegado con mimo, de modo que pudiera despegarse sin mayor problema. Travesura, entonces, como mucho. Juego de niños. El vandalismo se define como "espíritu de destrucción" y el que tuvo "Bilbado" (y quizá sigue teniendo, si continúa ahí, desafiando la mirada que no ve de tanta gente) fue más bien de construcción, de creación o, si lo prefieren los posmodernos, de "deconstrucción" (deconstruir Bilbao para hacer Bilbado). En todo caso, si se quiere considerar vadalismo cualquier manipulación de la propiedad pública, entonces sí, Bilbado fue vandalismo. Pero un un vandalismo incruento, un vandalismo lúdico, sonriente y amable, y, sobre todo, un vandalismo mejor trabajado que muchas ingenierías (se me ocurre, por ejemplo, la del metro del Carmel, en Barcelona). Yo lo llamaría, ya lo he dicho en el título, vandalismo zen.

Gracias, artista.

Por cierto, hablando de chistes visuales (en este caso también poemas), recomiendo la exposición de fotografía de Chema Madoz en la Fundación Telefónica, en Gran Vía ( no sé el número).

lunes, abril 03, 2006

A LOS TOROS, POR LOS CUERNOS

Cada cual cuenta la feria según le va en ella, incluso la de San Isidro, o especialmente ésa. Cuando era pequeño, las corridas de toros en televisión siempre me parecieron un espectáculo usurpador que te quitaba tu programación infantil habitual, tu rutina diaria de dibujos animados, y no podía entender que a mi padre le gustaran. En verano, en El Espinar, como mi casa estaba de camino a la plaza, justo al lado, significaba trasiego de coches y de personas, de pandas en las fiestas, de tambores, trompetas, de banda municipal, de ruido, y al final un reguero imposible de bolsas vacías de patatas, gusanitos, pipas, chicles, caramelos, chocolatinas y demás. Digo esto por delante para que entendáis mi prejuicio de antipatía ante la mal llamada "fiesta nacional" (digo mal llamada porque no nos representa a todos).

El otro día, en el metro, no pude evitar oír la conversación entre dos mujeres. Una de pie contra la puerta, junto a mí, y la otra, que estaba sentada, se levantó al verla. "Ah, ¿pero eres tú? No te había conocido con la gafa (sic) negra; te queda fenomenal la gafa (sic) negra". El caso es que iban ambas a los toros, ilusionadas. Una, por ver a Paula (Rafael de, supongo), al que conocía y admiraba. La otra, no le había visto nunca, pero su padre, de viaje, no iba a llegar a tiempo, y le había autorizado a utilizar su entrada. Se bajaron en Ventas, claro, y entraron, no diré que en su lugar, pero sí de forma complementaria, y ahora me explico, una chica jovencita y dos amigos. Hablaban de una discusión que acaban de tener con una cuarta persona que defendía los toros (las corridas), frente a ellos, a los que les parecía un espectáculo horrible. Y ridiculizaban el argumento que les había dado su interlocutor: los toros de lidia nacen para esto. Me pareció curiosa esta especie de "debate fantasma" entre las dos mujeres y los tres adolescentes. No se encontraron en ningún momento, pero mi presencia como espectador sirvió para que sus argumentos se contrastaran en un mismo lugar y a continuación uno de otro. Y pensé sobre el tema.

Es cierto que los toros de lidia, qué pena, nacen para eso (también muchos otros animales nacen sólo para alimentarnos, pero es otro tema) y entre los defensores de la fiesta (¿fiesta? ¿por qué? más bien "tragedia") se dice que si no hubiera corridas, se perdería la especie. ¡Menudos ecologistas! Digo yo que se reduciría el número de cabezas, claro, pero ya se harían reservas naturales como con muchas otras especies sin otra "utilidad".

Conozco personas, amigos algunos, a quienes tengo aprecio y cuya opinión valoro, a los que les gusta este espectáculo, le ven arte, cultura, tradición, y algo que no sé explicar del valor del hombre frente a la bestia. Bien, nadie le niega el valor a los toreros. Sólo si esa demostración de valor tiene algún sentido, si merece la pena matar a un animal sólo por espectáculo. El "arte", los propios aficionados no siempre se lo ven, y a veces silban y abuchean. La "cultura" se puede encontrar en muchas otras actividades humanas sin sacrificio animal. Y en cuanto a la "tradición", por lo que sé, este tipo de espectáculos han creado rechazo desde hace mucho. ¿O es que a los intelectuales ilustrados podían gustarles estas bárbaras manifestaciones?

Parece que se me ve un poco el plumero, ya lo siento. Pero, claro, ¿qué es, al fin y al cabo, "torear"? Cuando sale del ámbito taurino, significa "marear, dar largas a alguien o burlarse de él". Es cierto también, hay que admitirlo, que la palabra "torero" no tiene más que connotaciones positivas de valor, firmeza, elegancia y saber estar. Qué bueno sería entonces que hubiera toreros sin toros que matar. En todo caso, repugna a mi entendimiento la afición por algo cuya actividad puede resumirse en "un hombre mata a un toro sin necesidad".

¿Y a vosotros qué os parece?